Introducción a la segunda parte


Si bien es muy cierto que las dos primeras partes del libro del Éxodo, aquellas que son conocidas como LUCHA POR LA LIBERTAD y CAMINO DEL SINAÍ, no resultan un modelo a imitar en cuanto al orden de la colocación de los capítulos, en la tercera y última parte, o sea, en la sección que ha sido denominada EN EL SINAÍ, no existe ni la menor organización lógica ni cronológica en la disposición de los relatos. Al parecer, los encargados de tal menester siguieron al pie de la letra el acreditado y contrastado sistema de planificación y estudio de proyectos conocido como: A la buena de Dios. 

Con la pretendida y declarada intención de que esa tercera parte del Éxodo quede estructurada de una forma un poco más razonable, entiendo, que esos capítulos comprendidos entre el diecinueve y el cuarenta, y que constituyen algo más de la mitad de ese interesantísimo libro, deben quedar separados y clasificados en al menos dos grandes divisiones:
Primer grupo. Capítulos 19, 20, 21, 22, 23, 24, 32, 33 y 34.
Segundo grupo. Capítulos 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 35, 36, 37, 38, 39 y 40.
Aquí, en este trabajo, y una vez que finalizada esta introducción, aunque se harán frecuentes referencias al primer apartado, se tratarán con cierta intensidad únicamente esos trece capítulos del segundo grupo que están dedicados al Tabernáculo y su mobiliario. O sea, intentaremos conocer al Ángel de Yavé.

En la primera parte de este ensayo he pretendido ofrecer mi particular y muy personal interpretación acerca de unos fascinantes sucesos ocurridos hace más de tres mil años, y que fueron descritos en el asombroso segundo libro del Pentateuco. Calificar aquellos sucesos del Sinaí solamente como muy interesantes, sería la más evidente demostración de una absoluta mezquindad y de una completa cicatería. Sólo en cuatro de esos acontecimientos, aquellos que fueron incluidos por los masoretas en tres capítulos ––catorce, dieciséis y diecinueve––, encontramos episodios como la travesía del mar Rojo, el maná, la alianza y, sobre todo, la presentación de Yavé ante la inmensa muchedumbre del pueblo que, incluso despojados de milagros y "divinos"  prodigios, son de tal trascendencia para la historia de la humanidad, que en cada uno de ellos hay tema y motivo suficiente para que el hombre muestre su asombro durante milenios.

Y maravíllense, todo eso ha ocurrido en un periodo exacto de dos meses y tres días. Así consta en Éx. 19, 1-2: El día primero del tercer mes después de la salida de Egipto llegaron los hijos de Israel al desierto del Sinaí. Partieron de Rafidim, y llegados al desierto del Sinaí acamparon en el desierto. Israel acampó frente a la montaña.
Según estos versículos, y desestimando la absurda contabilidad levítica basada en una imposible celebración de la Pascua en Egipto, los hebreos han empleado dos meses justos en esa primera parte del Éxodo, y han llegado al paraje conocido como Sinaí, el primer día del tercer mes después de la salida de Egipto. Tres días más tarde, y tal y como quedará reflejado en el versículo dieciséis de ese mismo capítulo diecinueve: al tercer día por la mañana…, se presentará Yavé ante el asombrado gentío que se ha congregado al pie de la montaña de Horeb.



A pesar de carecer de una verdadera importancia, me gustaría recalcar que no está muy claro lo que entiende el escriba por salida de Egipto. No sabemos con certeza si está refiriéndose a la partida desde la ciudad de Rameses (Éx. 12, 37), ––momento en que se inicia el Éxodo––, o si el impreciso cronista comienza la contabilidad en aquel memorable día en el que los hebreos atraviesan el pantanoso mar de las Cañas en las cercanías del mar Rojo (Éx. 15, 22). Posiblemente, y teniendo en consideración Éx. 12, 41 y 51: “aquel mismo día salieron de la tierra de Egipto…; aquella noche… le sacó de la tierra de Egipto…; aquel mismo día sacó… de la tierra de Egipto a los hijos de Israel”, el cálculo se inicia en el mismo momento en que comienza la apresurada emigración, o sea, cuando abandonan sus casas en la ciudad de Rameses. Pero, si tenemos en cuenta que no todos los hebreos salieron de Rameses, y que desde esa ciudad hasta el desierto del Sinaí existe un buen trecho de territorio de la nación egipcia, no parece muy explícita la reseña del escriba. Mi opinión, como casi siempre discrepante, es que la cuenta de los días no se inicia en Rameses ni tampoco en el mar Rojo, sino que comienza cuando Yavé hace acto de presencia entre Sucot y Etam (Éx. 13, 21 y 22). Y además, lo que se contabiliza, no son los días de viaje de los hebreos, sino el tiempo de permanencia de Yavé entre aquellas acosadas pero venturosas gentes.

Pero es que, por otra parte, tampoco debe importarnos demasiado el lugar del arranque del Éxodo, porque en realidad, tal y como luego veremos, ni tan siquiera es completamente cierta la afirmación de que hubiesen abandonado Egipto, ni en el momento de salir de Rameses, ni en Etan, ni en Sucot, ni cuando se internaron en la península del Sinaí al otro lado del mar Rojo; ni siquiera, durante el año en que Israel estuvo acampado frente a la montaña.

No obstante, y como también acabo de comentar, he considerado como muy conveniente destacar este espacio de tiempo de dos meses, para que se tenga constancia de que no resulta un periodo incierto e indefinido como, por ejemplo, el que transcurre desde el acontecimiento de la “zarza ardiente” hasta que Moisés se presenta ante el faraón, e incluso el indeterminado tiempo de duración de las diez plagas. Aquí, en el momento de llegar a la montaña del Sinaí, se dice con toda claridad y exactitud, que han pasado dos meses. Y sucede, que ese espacio de tiempo y los siguientes diez meses hasta completar un año, como después se podrá comprobar, tienen una significación trascendental.

Y esto viene a cuento, porque resulta sumamente interesante advertir, y me parece que esto tampoco se ha señalado nunca, o al menos no se ha resaltado suficientemente, que desde el mismo momento que en Sucot hace su aparición la Gloria de Yavé con su nube, la cronología de los sucesos está muy presente en todo el relato del libro del Éxodo, y que el calendario no se pierde de vista ni un solo instante. Se puede y se debe hacer constar, y posteriormente se debería meditar sobre ello, que los hebreos contaron y registraron con gran precisión los días que transcurrían. Y esto resulta llamativo, porque después, a partir de un triste momento, nuevamente deja de ser importante el devenir de los días, de los meses e incluso de los años. Cuando el pueblo hebreo desmonta y levanta el campamento que tenía instalado al pie de la montaña del Sinaí ––fuese la montaña que fuese y estuviese donde estuviese––, cuando aquel abatido gentío se despoja de sus galas y se pone nuevamente en marcha iniciando un camino, que muchos años después, les conduciría hasta la tierra prometida, desde aquel instante, repito, el tiempo deja de tener la menor importancia.
Con estos breves comentarios he pretendido dejar constancia de una incuestionable realidad que encontramos reflejada en Núm. 10, 11, y que nos viene a enunciar con toda claridad, que en ese desdichado momento en que levantan el campamento y reinician el peregrinaje por el desierto, en ese instante en que se alejan de la montaña del Sinaí, había transcurrido exactamente un año, un mes y veinte días desde que Israel atravesó en mar de las Cañas, o desde que había abandonado la ciudad de Rameses, o como yo afirmo, desde que la Gloria hace acto de presencia en Sucot. Y resulta muy significativo y, por supuesto es determinante para una interpretación adecuada, ese preciso cómputo del tiempo que Moisés se preocupa por señalarnos con toda exactitud.
Hecha esa llamada de atención, que como se verá en su momento no es un mero capricho, pretendo ahora que tengamos constancia de otra precisión. Para ello vamos a buscar aclaración a un comentario que también acabo de efectuar.

Afirmar que el pueblo de Israel ha salido de Egipto, encontrándose como se encuentra en todo momento y durante bastantes años en la península del Sinaí, no es del todo correcto; es más, se puede decir que no es ni siquiera un poquito correcto.
Aquellos desiertos, en realidad la casi totalidad de la península del Sinaí, estaban bajo la soberanía del faraón. Una prueba de ello, además de las que aportan los estudio históricos, la encontramos en el episodio bíblico de Éx. 2, 15, cuando Moisés, huyendo de la justicia del faraón, se ve obligado a cruzar todo el Sinaí egipcio e internarse en los territorios de Madián. Así pues, eran los egipcios, y siendo más precisos y exactos debemos decir que eran sus prisioneros, sus esclavos, y sobre todo, las gentes expulsadas de su imperio, los que habitaban aquellos casi estériles territorios, trabajando en las minas de cobre y de turquesas existentes en esos parajes. Por supuesto, que también es muy cierto que por allí merodeaban, e incluso se asentaban temporalmente junto a los pozos, un buen número de tribus nómadas. Pero todos ellos, estaban controlados por destacamentos de soldados del ejército egipcio.

Acabo de referirme a “las gentes expulsadas de su imperio”, y también creo muy conveniente intentar precisar esa afirmación.
Como todo el mundo se puede imaginar, ya entonces, ya en aquellos remotos tiempos, sucedía que, los faraones, príncipes, y por supuesto, los políticos profesionales y sacerdotes, tenían enemigos. Enemigos, que en ocasiones eran excesivamente numerosos. Cuando esto ocurría,
y con el fin de evitar ser calificados como genocidas, algo que no se consideraba políticamente correcto,
procuraban no deshacerse de los disidentes por el frecuente y expeditivo sistema que hacía muy recomendable la utilización del Libro de los Muertos. En estos casos, en los que se decidía no facilitar a los enemigos el ansiado tránsito a una vida mejor, a una vida en la que ya no existía el temor a la muerte, se solía recurrir a la pena de destierro o deportación. Para llevar a término esa moderada y tolerante condena, en el colmo de la generosidad, se intentaba seducir a los rebeldes con dos tentadoras ofertas. Para ello se les mostraban dos atractivos destinos: residencia vitalicia en los oasis del desierto líbico (Dunqul, Kurkur, Kharga o Dakhla), o vacaciones indefinidas en los desiertos del Sinaí. Los hebreos, por razones evidentes, eligieron esta última opción.
Con este apunte aclaratorio he pretendido resaltar, que los hijos de Israel permanecieron en unos territorios sometidos a Egipto. Con lo cual nos encontramos con la paradoja de que aquel pueblo había salido de Egipto, pero sin salir de Egipto. Y esto, que tal vez pueda parecer de escasa importancia, es muy revelador, y además, revelador o no, resulta que es la verdad. Moisés, con el consentimiento del faraón, mejor dicho, con el mandato del faraón, condujo al pueblo de Israel desde una tierras de Egipto a otras tierras también de Egipto. Conviene que no olvidemos esta realidad, donde se nos revela que el pueblo hebreo permaneció durante esos “cuarenta años” en un territorio, que si no era la casa de servidumbre, era al menos una "finca" que pertenecía mismo casero; que, por supuesto, se encontraban dentro del imperio egipcio y, por lo tanto, bajo el dominio y la protección del faraón; y que, como conclusión final,  evidentemente, todo sucedió con el beneplácito y consentimiento de las autoridades egipcias.
Y entonces nos preguntamos: todo ese lío de las plagas, ¿para qué?; maldiciones bíblicas, ¿para qué?; endurecimientos de corazón del faraón, ¿para qué?; muertes de primogénitos, ¿para qué?; aniquilamiento de todo un ejército egipcio, ¿para qué?; enfermedades y desgracias, ¿para qué?. ¿Para no salir del país?; ¿para seguir bajo el dominio del faraón?
La realidad y la lógica nos dice que allí no se dio libertad a ningún pueblo subyugado, y que ni siquiera se decretó una expulsión de los territorios egipcios. Más bien, debemos entender que la orden del faraón fue de alejamiento, de extrañamiento o de deportación dentro de la misma nación egipcia, o al menos, a un departamento dentro de su jurisdicción y bajo su dominio como protectorado. Y también es muy posible que, ante la justificada indecisión de los hebreos para penetrar en los desiertos del Sinaí, los soldados del faraón les obligasen a cruzar los cenagales del mar de Suf. Igualmente deberemos reconocer que, para ese trance, los hebreos recibieron ayuda de Yavé.

Como ya se ha mencionado en la primera parte de este estudio, y según se desprende de la lectura de los episodios del Génesis y del Éxodo en los que se relaciona el país del Nilo con los patriarcas Abraham, Jacob y José, Egipto, como toda nación poderosa y con una economía bastante más saneada y favorable que la de sus vecinos, recibía continuamente invasiones pacíficas de pequeñas tribus nómadas. Una gran cantidad de estas gentes desaparecían como tribus al ser absorbidas por el resto de la población aborigen, pero cuando alguna comunidad de aquellos inmigrantes, por la razón que fuese, no se integraban en la cultura y costumbres de la nación egipcia y permanecían voluntariamente marginados y diferentes, eran considerados poco fiables, peligrosos o simplemente molestos, y con la menor excusa, eran deportados a otros territorios egipcios muy poco apetecibles para los naturales del país. Uno de los destinos más frecuentemente utilizados para ese propósito era la península del Sinaí (Éx. 12, 38). Desde allí, forzados por lo inhóspito del lugar que les alentaba a permanecer el menor tiempo posible, cada pueblo “se buscaba la vida”. Algunos, como los hebreos, intentaron y consiguieron tras muchos años de lucha, y por supuesto, después de cuantiosas muertes propias y de sus enemigos, conquistar los territorios limitados por el Jordán y el Mediterráneo.
Todo esto nos facilita dos conclusiones:
Primera: Tal y como se comentó en el Capítulo V, cuando se hizo referencia al vulgo advenedizo, Yavé y sus ángeles dieron protección y cobijo, además de al pueblo hebreo, a otras razas, etnias y tribus de los hijos de los hombres.
Segunda: Únicamente, cuando unos veinte años después del inicio del Éxodo penetraron en los territorios de Esaú, en Moab, junto al mar Muerto, se puede decir con absoluta propiedad, que el pueblo hebreo había salido de Egipto.



Y puesto que, de momento, nos encontramos en la península del Sinaí, y teniendo en cuenta, que tal y como se podrá comprobar en los siguientes capítulos, aquí vamos a permanecer una larga temporada, sería conveniente realizar algunas otras precisiones con el objeto de poder apreciar unas muy determinadas y significativas características del lugar.
Primera:
Entiendo muy necesario aclarar que, de todos esos territorios comprendidos entre el Mediterráneo y los dos golfos del mar Rojo, península, lo que se dice península, solamente lo es la parte más meridional, la zona de los macizos montañosos, delimitada por el norte mediante una línea imaginaria ––paralelo 30––, entre las cabeceras de los golfos de Suez y de Aqaba—. Pero recordando, que siempre se ha considerado que los hebreos al salir de Egipto penetraron en la península del Sinaí, y que durante un montón de años se desplazaron por el desierto de Farán y los montes de Seir, moveremos un poco los cotos y entenderemos como península de Sinaí a toda ese área geográfica que, bañada por el mar Rojo al sur, queda delimitada por el norte desde el brazo más oriental del Nilo hasta los territorios de Canán ––paralelo 31––.

Segunda:
Se habla mucho, o al menos así me lo parece a mí, de algún enigmático y misterioso triángulo geográfico. Pues bien, si algún lector quiere admirar un verdadero triángulo equilátero, que busque en un atlas esa región del Sinaí. Si así lo hace, advertirá al instante que la península en sí es un triángulo bastante regular. Si, a continuación, y para entretenernos, nos decidimos prolongar las líneas naturales que conforman esa famosa península, podemos pasar unos minutos muy interesantes. Basta con que tracemos una línea recta, que arrancando desde el vértice sur peninsular y siguiendo su costa oriental, la costa que bañan las aguas del golfo de Aqaba, finalice al norte del mar Muerto; acto seguido, desde ese punto geográfico, lanzamos otra línea hasta las pirámides de Gizeh; y para finalizar, partiendo de la zona de las grandes pirámides, imaginamos una tercera recta que descienda nuevamente hasta el vértice meridional de la península del Sinaí. Si trazamos esas tres líneas, podremos comprobar que los sucesos más importantes y transcendentales de la historia de la humanidad, ocurrieron en el interior de un triángulo equilátero casi perfecto, en el cual, dos de sus vértices son, ni más ni menos, unos enclaves humanos tan interesantes y determinantes como Gizeh (El Cairo) y Jerusalén; y que su tercero vértice, Sharm el Sheij, que delimita por el sur la península sinaítica, resulta, también en mi exclusiva opinión, tan importante como los otros dos. En su momento, cuando se trate de la posible radicación del campamento hebreo en las riberas del golfo de Aqaba, se intentará explicar el motivo de mi “exclusiva opinión”. De cualquier forma, éste sí que es un triángulo como Dios manda.

Tercera:
Aprovechando que tenemos el atlas a mano, echemos una ojeada a la estratégica situación de la península del Sinaí. Es muy curioso lo que observamos. Resulta, que esa península, concretamente una parte de ella, el istmo de Suez, es precisamente el punto de unión de tres continentes: Europa, Asía y África. Ejemplo al canto: un caminante que partiendo desde Sevilla, o desde Moscú o desde Pekín, pretendiese llegar a cualquier país del África continental, deberá pasar, sin ninguna excepción, por la península del Sinaí. Adviértase que he dicho un caminante; y téngase en cuenta que la mayoría de los caminantes no saben andar sobre las aguas, y que algunos, ni siquiera saben nadar.
O sea, que esos más de sesenta mil kilómetros cuadrados de territorios desérticos, por su privilegiada situación, resultan una encrucijada de culturas, y el camino más lógico para unir el norte con el sur. Si ese no es un punto estratégico, que venga Dios y lo vea.

Cuarta:
Y hablando de venir Dios a verlo...
Teniendo muy en cuenta las características reseñadas, “supongamos” que hace muchos años, pongamos unos tres mil trescientos, unas inteligencias procedentes de otros mundos pretendiesen observar el planeta Tierra, o al menos una zona limitada de éste. En ese caso, en cuanto que esas inteligencias fuesen un poco “espabiladas”, deberían enfocar sus telescopios en dirección a esa interesantísima zona del Sinaí.
¿Y eso?
Pues, porque sucede, y así lo debemos tener muy en consideración, que por muy sofisticados y perfectos aparatos ópticos que tuviese a su disposición esa “espabilada inteligencia visitante”, debería procurar que sus instrumentos de observación estuviesen enfocados hacia un lugar de escasa nubosidad. Y resulta, que la península del Sinaí es uno de los lugares de este planeta que une la línea isonefa de las zonas con menos nubosidad. En esos parajes sinaíticos, las nubes solamente cubren el cielo un máximo de cinco días al año; el aire es seco y puro; la luz resplandeciente; y la atmósfera nos ofrece, casi siempre, una gran transparencia. Por todo esto resultan ser el objetivo idóneo para una vigilancia continuada, y no existiría la menor posibilidad de que cualquier suceso escapase a la observación, a menos que el viento simún organizase una de sus magnificas polvaredas. Siempre he pensado que lo que lo Dios no quiere ver, el diablo se lo cuenta, pero posiblemente en este caso, “dios” no tuvo que recibir el chivatazo del “maligno”. Y, al parecer, aquellas “avispadas inteligencias” tenían verdadero interés en conocer de primera mano esa zona tan especial.

Quinta

Pero, ¿por qué?
Naturalmente, existen otros lugares en el mundo que disfrutan y padecen esa misma escasa nubosidad ––por ejemplo, Atacama o Nazca––, y que por lo tanto pudieran resultar muy apetecibles para estudiosos observadores, pero deberíamos recordar algo de excepcional importancia: las relaciones, amistosas y menos amistosas, entre los faraones egipcios y el resto de los democráticos tiranos de aquellos países del medio oriente, impulsaban ––o como ahora  se dice mucho, potenciaban––, los contactos entre aquellos pueblos. En los tiempos del Imperio Medio, la ruta que unía los países del llamado Creciente Fértil con Egipto —del Eufrates al Nilo—, era transitada por todo tipo de gentes de las más distintas razas, culturas y costumbres. Y ese personal mantenía por la zona del Sinaí un tráfico de hora punta.
Y es que, Dios los cría y ellos se juntan.



Hemos decidido aceptar que, bañada por el Mediterráneo y los dos golfos del mar Rojo, Sinaí es una península que ahora conocemos un poquito más; y tampoco tenemos inconveniente en admitir que es un lugar señalado, no sólo en la geografía de nuestro planeta, sino que, posiblemente, constituya un punto muy bien indicado y perfectamente determinado en los mapas del universo.

Pues bien, es aquí, es en estos áridos desiertos, donde procedentes de las tierras de Gosen, el pueblo hebreo acaba de llegar al pie de una montaña. Y también es aquí donde se han producido, y así lo hemos hecho constar, los sucesos más importante que ha vivido la humanidad, y que no son solamente importantes para el pueblo hebreo, que sin duda fue protagonista y testigo de excepción, sino que son absolutamente determinantes para la totalidad de los hombres. Sin embargo, y a pesar de su formidable interés, nadie sabe todavía el lugar exacto donde se produjeron aquellos asombrosos y extraordinarios acontecimientos. Y esto es así, porque ni Yavé ni Moisés consideraron en absoluto relevante la ubicación del campamento.
No obstante, habida cuenta de los disparates acumulados por las iluminadas interpretaciones, y con la única pretensión de intentar demostrar que los dioses también piensan, y que, por lo tanto, no instalan un campamento para varios miles de personas y animales en un desolador erial. Con las Escrituras en una mano, con un mapa de la zona en otra mano, y con algunos textos que describen aquellos parajes en la otra mano, se puede realizar un sencillo ejercicio de deducción. Lo siento por aquellos que sólo tengan dos manos.

A mí, por supuesto, me encantaría poder identificar con toda precisión el lugar concreto de la península del Sinaí donde tuvieron lugar los citados acontecimientos, pero siento decir que no he conseguido la localización exacta. No obstante, ––¡lo que son las cosas!––, el tradicional enclave de la Montaña de Moisés, el conocido Yebel Musa, en cuya base se encuentra el monasterio de Santa Catalina, es casi el único lugar de toda la península del Sinaí del que se debe descartar la ubicación del campamento hebreo.

Si a una base de nutritiva lógica, añadimos un poquito de Éx. 17, 17, 18 y 19; un puñadito de Núm. 10, 13 y 33, y una miajita de Dt. 1, 2; si lo acompañamos de algunos pellizquitos de datos históricos; y si agregamos después, una pizca de los mapas de la zona, creo que podemos condimentar una exquisita pizza, que nos de fuerza y sustento para encontrar un lugar adecuado en el que emplazar el incógnito campamento que Yavé y los hebreos compartieron durante un año completo. Aunque solamente sea una ubicación aproximada.
Veamos si se puede justificar de una manera razonada esta afirmación.

Para localizar la montaña y aquel campamento que estaba situado al pie del verdadero monte del Sinaí, disponemos al menos dos opciones. Son dos alternativas, que al contrario de lo que se ha estado haciendo estos últimos tres milenios, no podemos ni debemos despreciar.
Existen además, una tercera y una cuarta posibilidad. En la tercera se ubicaría el campamento en la península arábica, justamente en la orilla oriental del golfo de Aqaba. Es una alternativa a tener en consideración, y que, por situarse en los territorios de Madián, desde siempre ha gozado de alguna credibilidad. La cuarta opción obligaría a los hebreos a un breve chapuzón. Sin embargo, a la mayoría de los efectos, estas dos alternativas podemos igualarlas con la primera de las dos posibilidades que se contemplan en este trabajo, y así, de paso, nos quedamos en la península de Sinaí.



Como ya sabemos, Yavé y su tripulación ––estos últimos también conocidos como ángeles––, deben desplazar a una considerable muchedumbre, desde las tierras de Gosen en Egipto hasta un lugar que previamente han elegido por considerarlo el más adecuado.
He afirmado que es un lugar previamente elegido, porque así consta en Éx. 3, 12, cuando Yavé dice a Moisés: Cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, sacrificarás a Dios sobre este monte. Este versículo nos evidencia que el paraje donde se instalará el campamento estaba ya decidido desde antes de iniciarse el Éxodo. En ese asentamiento, Yavé deberá retener, alimentar y proteger, durante un año aproximadamente, a un grupo humano de más de veinte mil personas. No serán las cacareadas seiscientas mil, pero veinte mil bocas pidiendo pan, y además pidiéndolo todos los días, no resulta una broma y presenta un problema logístico de cierta consideración. Por mucho catering de maná que se organizase.
Y ahora olvidemos las improvisaciones, las providencias divinas, los milagrosos milagros y la magia prodigiosa, y por el contrario tengamos en cuenta que, tal y como he afirmado antes, los dioses también piensan. Entonces, con estas premisas, nos preguntamos: ¿Qué criterio han seguido para la elección del lugar?
Pues son varios los condicionantes principales que van a determinar la selección del emplazamiento adecuado: Orografía, clima, existencias de agua, posibilidad de obtener alimentos, y por supuesto, el grado de hospitalidad y tolerancia de los pobladores aborígenes de esos parajes.
Y, como por alguno de esos condicionantes tenemos que comenzar para intentar localizar el Monte Sinaí y el campamento hebreo, lo haremos por la
Orografía.
Si alguien se toma la molestia de echar una ojeada por esa península, comprobará, que si algo tenemos en abundancia son las montañas; muchas, muchísimas montañas, que se agrupan en compactas cordilleras. Pero al mismo tiempo, encontramos cerros; muchos, muchísimos cerros, montículos y colinas aislados. Y eso es lo que debemos buscar: un cerro aislado.
En Éx. 19, 12, y hablando de la montaña, Yavé dice a Moisés: “Tu marcarás al pueblo un límite en torno, diciendo: Guardaos de subir vosotros a la montaña y de tocar el límite, porque quien tocare la montaña morirá”.
Vamos a entenderlo: Debemos marcar un límite alrededor de la montaña ,y tener en cuenta que moriremos si la tocamos.
Delimitar un cerro y rodearlo es relativamente fácil; delimitar y rodear una montaña ecomo el Yebel Musa, es algo bastante más complicado.
Además, una colina de menos de quinientos metros de altitud, no supondría una gran dificultad para el sube y baja de Moisés, sin embargo, subir y bajar en varias ocasiones, los más de dos mil metros de la tradicional Montaña del Sinaí, constituiría una seria dificultad, no sólo para Moisés, sino para un habituado deportista.
Por lo tanto, lo que nos dicen las Escrituras y lo que nos aconseja el sentido común, es intentar localizar un montículo aislado.

Clima.
En el interior de esa escarpada y accidentada península, nos encontramos en unos territorios con un clima que es el típico del desierto: muy caluroso durante el día y bastante frío por las noches. En los desiertos del Sinaí, en primavera y verano, es muy frecuente una diferencia de más de cuarenta grados en menos de doce horas. A las tres de la tarde se suele disfrutar de sus buenos cuarenta y cinco grados, y a las tres de la madrugada seguimos disfrutando, al mismo tiempo que tiritamos a menos de cinco grados.
Por otra parte, debemos recordar que estamos hablando de una península, y que las penínsulas están casi rodeadas de mares; y también sabemos que las orillas de los mares suelen ser lugares bastante templados, puesto que las brisas y la temperatura del agua resultan unos magníficos moderadores del clima. Y entonces nos decidimos: si podemos elegir, en lugar de quedarnos en el interior del desierto, pasando mucho calor y mucho frío, cogemos a los niños y nos vamos a la playa. Nos vamos a pasar una temporada en unas costas de aguas bastante templaditas (entre 20º y 25º). Y resulta, que en línea recta, están solamente a unos cincuenta kilómetros —sí, he dicho cincuenta kilómetros— de la montaña del Sinaí. Repito, mejor dicho, tripito para que se advierta con claridad: la distancia existente entre un infierno de penalidades y un paraíso es de poco más de cincuenta kilómetros.
¿Tendría usted muchas dudas para efectuar una elección?
Ya me figuraba yo que usted sabría elegir, pero ¿eran tan listos aquellos viajeros del espacio?

Agua.
En la península de Sinaí no hay agua: esto debe quedar bien claro. Wadis, torrentes y ramblas encontraremos muchos, pero todos absolutamente secos. De vez en cuando, muy de vez en cuando, el cielo se rompe y cae una tromba de agua de mucho cuidado que utiliza esos wadis para arrastrar todo lo que se ponga por medio. Esta torrentera dura bastante poco, y es esa brevedad la que permite a los moradores de aquellos desiertos seguir disfrutando de la pertinaz sequía.
Teniendo esto en cuenta, también deberíamos admitir, que procedente de ramblas, ríos y torrentes secos del Sinaí, en las orillas del mar Rojo no vamos a encontrar ni un poquito menos de agua que al pie del Yebel Musa; y por otra parte conviene recordar, que las aguas superficiales y subterráneas, con mayor o menor caudal e infiltración, al final de su trayecto suelen desembocar en el mar.
Tampoco deberíamos olvidar que en las proximidades del monte Sinaí (Yebel Musa), jamás hubo asentamientos humanos y que, sin embargo, algunos puntos concretos de los golfos de Suez y de Aqaba estaban ya habitados desde muchos siglos antes de que Moisés fuese alumbrado; al menos, desde los tiempos de las primeras dinastías egipcias. Y rápidamente, haciendo uso de esa sagacidad que nos distancia de los sabios sacerdotes que dan de beber al ganado con una cucharilla, nos decimos: en algún sitio llenarían los botijos aquellos egipcios que vivieron en el litoral del mar Rojo unos mil quinientos años antes del Éxodo.
Y, en efecto; allí encontraremos algún generoso manantial.

Alimentos.
Tampoco es para despreciar un hecho indiscutible: un grupo humano asentado en una ribera marítima, tiene bastantes más garantías de supervivencia que si se instala en medio de un desierto; aunque sólo sea a base de la pesca. Y, en cuanto a esto de la pesca, no olvidemos que los egipcios, viviendo junto a ese formidable y bien surtido río Nilo, eran unos excelentes pescadores. De hecho se sabe que en todo Egipto, pero sobre todo en la parte del delta, y más concretamente en el brazo más oriental del Nilo, que bañaba la ciudad de Tanis —bastante cerca de Gosen—, la pesca en plan profesional y con un buen número de barcazas, era una actividad que estaba muy desarrollada.
Por último, y haciendo hincapié en este tema de abastecimiento y despensa, es preciso resaltar que esa zona del Sinaí, era entonces y sigue siéndolo en la actualidad, uno de los lugares más concurridos por las aves migratorias, que en sus periódicos desplazamientos entre Europa y África, hacen en esos parajes parada y fonda (Éx. 16, 13). Y si aquellos hebreos eran buenos pescadores, posiblemente fuesen unos verdaderos artistas poniendo lazos, redes y trampas para las aves. Y resulta, que degustando los sabrosos y afamados meros del mar Rojo y comiendo las codornices estofadas, se puede pasar una muy buena temporada. Y como postres, siempre podían echar mano de aquel dulce maná que les proporcionaba Yavé.

Pobladores nativos.
Si encontramos un paraje con agua potable en la costa templada de un mar limpio, transparente y con pesca, seguramente estamos hablando de un enclave turístico. Pero si no es así, si no tropezamos con instalaciones de hostelería y con un buen surtido de agencias y promotores inmobiliarios, podemos asegurar que por lo menos vamos a encontrarnos con algún asentamiento humano. Solamente la carencia de agua podría hacernos admitir que aquel lugar se encontrase deshabitado. Y la escasez extrema de agua no era excesivamente preocupante para Yavé, pues tal y como ya sabemos por los episodios de Mara y la roca de Horeb, la nave Gloria dispone de potabilizadoras y, posiblemente también contaría con desaladoras y localizadores de aguas subterráneas. De cualquier forma, conviene hacer notar, que incluso en los más áridos desiertos, sus expertos moradores pueden localizar un buen número de lugares concretos, donde, excavando unos pocos metros se puede encontrar el agua. Naturalmente, que esos pozos suelen ser insuficientes para abastecer a “seiscientos mil infantes”.
Relacionado con este asunto del asentamiento humano, deberíamos recordar Éx. 17, 8-16. En ese episodio se relata una bronca de regular tamaño que los hebreos mantuvieron con uno de los pueblos moradores de aquellos parajes, los amalecitas —primos-hermanos-ascendientes de las recias pero escasas tribus nómadas de beduinos—. Y posiblemente, aquellas tribus amalecitas resultasen relativamente asequibles para los hebreos y demás pueblos que les acompañaban en el Éxodo.

Así pues, por orografía, clima, agua, alimentos y moradores de aquellas tierras, la balanza se inclina por instalar el campamento cerca de la costa.
Pero además, y por si esto fuese poco, que no lo es, deberíamos tener en cuenta los versículos Éx. 3, 1 y Éx. 16, 10.
En el primero de ellos, en Éx. 3, 1, se dice: Apacentaba Moisés el ganado de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Llevóle un día más allá del desierto; y llegado al monte de Dios, Horeb...
Según el texto, además de reconocer que aquel extraordinario hombre, príncipe-profeta, hebreo-egipcio, se ganaba honradamente la vida como pastor, podemos obtener dos lógicas deducciones:
Primera. Que si Moisés apacentaba el ganado del madianita Jetró, es muy lógico suponer que se encontraba en el país de Madián, o al menos, muy cerca de los territorios madianitas.
Segunda. Que en un momento determinado, traspasó los límites del desierto y llegó al monte Horeb.
Estas deducciones nos conducen hasta una doble conclusión:
Uno. El monte Horeb estaba en Madián o muy cerca de ese territorio.
Dos. Al mismo tiempo nos dice, que Horeb, el monte de Dios, estaba fuera del desierto.
¿Y porque estaba fuera del desierto?
Pues, porque exceptuando los sacerdotes levitas, que suben para abajo y se orientan con una brújula de madera, las demás personas entendemos perfectamente, que más allá del desierto, es más allá del desierto y que, por lo tanto, más allá del desierto, no es el desierto, sino que es más allá del desierto.
Además, y por otra parte, en Éx. 16, 10 nos encontramos una frase muy interesante: ...volvieron éstos de cara al desierto y apareció la gloria de Yavé en la nube.
Si también hacemos la obligada excepción con los levitas, casi cualquier persona puede cavilar y decirse: si te encuentras en medio de un desierto, es realmente muy difícil volverte de cara al desierto. Bueno, en realidad no es muy difícil, sino que por el contrario es muy fácil, puesto que vuelvas la cara para el lado que la vuelvas encontrarás el desierto. Otra cosa muy distinta sucede si estás más allá del desierto o si te encuentras a la orilla del mar; entonces es muy lógico volver la cara al desierto o al interior; y si en el interior hay un desierto...
Para mayor confirmación, en otro además, no encontramos que en Núm. 11, 31 se dice: Vino un viento de Yavé, trayendo desde el mar codornices,… Normalmente, sólo cuando te encuentras en la costa, es cuando te refieres a brisas o vientos procedentes del mar. Si por el contrario, estás habitando en tierras del interior, ya sea una península o un continente, aludes a vientos cardinales ––procedente de alguno de los puntos de la rosa de los vientos (viento del norte, del sur, etc.) ––, o vientos tramontanos, o vientos alisios, etcétera.

Concretando:
Sabemos que el monte Horeb se encontraba más allá del desierto; que el campamento hebreo, al menos por uno de sus cuatro puntos cardinales, estaba orientado al desierto, y que recibía los vientos marinos.
Pero además, también sabemos que el monte Horeb estaba situado en la tierra de Madián, o al menos, entre los territorios madianitas y Egipto.
¿Y por qué sabemos que el monte Horeb se encontraba entre Madián y Egipto?
Pues lo sabemos, porque además de que así se dice en el mencionado versículo uno de Éxodo tres, también consta en Éx. 4, 19, 20, 24 y 27, versículos donde se relata que Moisés abandona Madián, y con su mujer, su hijo, su asno y su bastón, se encamina a Egipto. Y también dicen, que por el camino, se encuentra con su hermano Arón en el monte de Dios. Por lo tanto, el monte de Dios o monte Horeb, se encontraba en el camino entre Madián y Egipto. A menos, claro está, que Moisés, para hacer un buen rodaje al borrico, hubiera decidido dar un rodeo y anduviese con la parienta y el niño haciendo turismo por el interior del Sinaí.

Así pues, son varios los argumentos que nos impulsan a reconocer que la costa oriental de la península del Sinaí resulta un excelente enclave para instalar un campamento:
Primero. Por reunir unas características climáticas envidiables y por disponer de unas reservas alimenticias que lo convierten en un hábitat muy apetecible.
Segundo. Porque los moradores de aquellos parajes, potenciales oponentes a las intenciones y propósitos de los hebreos, eran una comunidad con pretensiones negociables.
Tercero. Por su extremada cercanía con las tierras de Madián, país de Jetró, suegro de Moisés, que como se narra en Ex. 18, hace una visita al campamento hebreo. Y también, por el significativo reconocimiento que hace Moisés en Núm. 10, 29-32, cuando ruega a su cuñado, el madianita Jobab, para que, como conocedor del terreno, les acompañe para mostrarles el camino y les ayude en las localizaciones de los pozos.
Cuarto. Por su proximidad a Quibrot-hat-taba y Jaserot, primera y segunda etapas de Israel cuando reinicia el camino con destino a las tierras de Moab (Núm. 33, 17). ––Obsérvese el sorprendente parecido entre Hat-Taba y la actual Tabah, así como la semejanza fonética entre Jaserot y Jazirat (isla); y de paso, recuérdese que junto a Tabah se encuentra una jazirat preciosa, la Jazirat de Coral–– .
Quinta. Por cuanto consta en Dt. 1-2, donde se dice que, desde Horeb, la ruta que toma Israel para llegar a Cadesbarne con la intención de proseguir hasta el otro lado del Jordán ––lado oriental–– es por el camino de los montes de Seir. Y debemos tener en cuenta, que los montes de Seir arrancan justamente de la ciudad de Aqaba, y que casi rozando Cadesbarne bordean la costa oriental del mar Muerto.
Y por último, porque la ciudad de Aqaba, —la antigua Elana (Asiongaber)—, era la población más importante de Edom, y que por lo tanto, posiblemente fuese la residencia de sus gobernantes. Y recordemos, que según Núm. 20, 14-21, Moisés pidió permiso al rey edomita para atravesar esas tierras; y sucede, que para pedir permiso al rey, aunque no resulte imprescindible, lo más lógico es ir a su “pueblo”.

Por todas estas razones, y algunas más, que desisto de incluir para no abusar en exceso de la muy torturada paciencia del perseverante lector, cualquier persona que haya tenido la intención de meditar sobre este asunto, debería situar el campamento hebreo en las costas del mar Rojo, en la orilla oeste del Golfo de Aqaba; entre esta ciudad de Aqaba y Sharm el Sheij, en el estrecho de Tirán. Para ser más preciso, en las proximidades de los actuales paraísos turísticos egipcios de aguas templadas y transparentes de Nuweiba y Dahab. Y si andamos buscando un promontorio, algo que en esa costa se puede asegurar que encontraremos incluso en exceso, en Nuweiba, además del montículo que existente junto a la ciudad, localizamos una montaña, el Yebel Sukhn, de más de novecientos metros de altitud. Y si lo que buscamos es agua, también allí, en Nuweiba, hallamos un torrente, el Wadi Watir que desemboca en el mar. Y algo todavía mejor: si los amalecitas han negado a los hebreos la paz, el pan, la sal y el agua, allí mismito, al sur de la ciudad, pueden reposar durante unos meses y beber el agua del fértil oasis Nuweiba Muzeina. Pero no solamente encontraremos agua al sur de Nuweiba. En la parte norte de esa localidad, en las ruinas de la gran fortaleza de Tarabin, hallamos un manantial del que se abastecen de agua los lugareños.
Así pues, en Nuweiba encontramos tres de las reseñas del Éxodo: un monte, un wadi y unas acacias. Pero además, y de propina, se añaden tres oasis (Muzeina, Furtaga y Khudra) y un "milagroso" manantial (Tarabin). Y todo esto, junto a la reserva natural de Abu Galum, y en unas deliciosas playas ricas en peces y un con clima envidiable. En mi opinión ese fue el enclave. El entorno de la “celestial y adorable” estación turística de Nuweiba.
Por supuesto, no podemos despreciar los dos maravillosos parques próximos a Sharm el Sheij, en la confluencia de los golfos de Suez y de Aqaba. Y digo que no podemos despreciar los parajes de ese vértice del cono sur, porque en los límites de un temible desierto no resulta excesivamente frecuente encontrarse unos asombrosos parques naturales con albuferas, lagunas y manglares, en los que, si bien es cierto que el agua dulce no abunda, tampoco es mentira que hacen alto todo tipo de aves migratorias, y que están bordeando una costa de arrecifes del más hermoso coral. Y afirmo que no podemos menospreciar estos parques, porque, aunque son una creación muy reciente, se aprovechó unas condiciones y unos recursos naturales que ya estaban allí hace miles y miles de años.w

Y aquí, además de Nuweiba, Dahab y los parques de Sharm el Sheij, Nabq y Ras Muhammad, podemos incluir un cuarto enclave que los cronistas también desestimaron "generosamente". Si Yavé pretendía mantener a los hebreos en un lugar aislado durante un año, ¿dónde, literalmente, quedarían más aislados que en una isla? Allí, en la confluencia de las aguas de los golfos de Suez y de Aqaba, en el estratégico estrecho de Tirán, encontramos varias islas muy cerca de la costa. Y además, son unas "Jazirat" preciosas.

Yo no sé lo que decidió Yavé que, “posiblemente”, conocía otros sitios mejores, o al menos más adecuados; pero a mí, personalmente, esta costa occidental del mar Rojo, con sus deliciosos manantiales de aguas frescas y con sus oasis, me parecen unos lugares ideales para hacer una larga acampada y permanecer allí un año “sabático”.
Y además, la ruta para llegar hasta ese lugar es, al pie de la letra, la reseñada en el libro del Éxodo en los capítulos comprendidos entre el doce y el diecinueve. Luego, desde Rafidin (Éx. 19,2) —que posiblemente sea Ras Zenimeh—, continuando el viaje se encaminan a Feirán, pero al no poder quedarse allí, salen del desierto —recordemos que el Monte Horeb estaba más allá del desierto—, y después de un par de jornadas, montan el campamento ante el monte de Horeb. Israel acampó frente a la montaña.

Por todo esto, cuando un pequeño grupo de hebreos despistados, que haciendo caso a la ignorante tradición se quedaron al pie del Jebel Musa, y teniendo en cuenta que esa famosa montaña del Sinaí, como ya he dicho, se encuentra solamente a unos cincuenta kilómetros de esta deliciosa costa marina del golfo de Aqaba, nos resulta muy comprensible el formidable “cabreo” de Don Isaac Ben Leví, cuando dijo a su mujer: Ésta ha sido la última vez que hacemos caso a tu madre. El año que viene nos vamos todos a la playa.
Y tenía razón el bueno del señor Isaac: En la actualidad, las costas occidentales del golfo de Aqaba, por diferentes, atractivas y turísticas razones, están bastante pobladas; sin embargo, el interior del desierto del Sinaí permanece todavía casi absolutamente “desierto”.

De todas maneras, cualquier razonamiento que no provenga de un “caletre infaliblemente iluminado”, antes de llegar a una relativa certeza, está obligado a buscar y encontrar, si las hay, otras alternativas. Y aquí, a continuación, y sorteando demasiado a la ligera la posible ubicación del campamento en la otra orilla, en la costa de la península arábica que bañan las aguas del golfo Aqaba, encontramos una segunda posibilidad.



El viaje de los hebreos sería, en su primera parte, el mismo que en la opción anterior hasta llegar al macizo del Sinaí. Así pues, inician el Éxodo en Rameses, llegan a Sucot y a continuación se presentan en Etan, ya en los límites del desierto. Su intención evidente es seguir la ruta norte de las caravanas, ruta que va saltando de pozo en pozo desde Burj a Ramajon a Bayyud, a Mistag, a Mazan, y así sucesivamente hasta llegar a territorio cananeo. Sin embargo, según se desprende de Éx. 13, 17 y 18, al advertir que aquel camino está cerrado por los antipáticos filisteos, que en un alarde de intolerancia y racismo no permiten que aquellos emigrantes se aposenten en esos territorios, los hebreos no tienen más remedio que buscar una vía alternativa. Claro que, para echar una mano ha venido Yavé.

Desde Etan, sin penetrar en la península del Sinaí, descienden por la margen occidental de los lagos salados hasta llegar a Piajirot. Atraviesan el mar de las Cañas o mar de Suf ––lo que ellos llaman el mar Rojo–– al sur del lago Salado o del lago Amargo, a unos veinte kilómetros al norte del actual puerto de Suez. Y, aunque caminan a buen ritmo y gozan de iluminación nocturna, ya han transcurrido unos quince días desde que salieron de Rameses.
Una vez en la península del Sinaí, descienden bordeando la costa occidental que está bañada por las aguas del golfo de Suez (mar Rojo), y después de tres días de camino, llegan a los pozos del actual An Nukhylar situados a unos centenares de metros del mar. Aquí, al encontrar los pozos con filtraciones de agua marina, es donde y cuando Yavé facilita la desalación y potabilización a fin de que la muchedumbre y los ganados calmen la sed. Nos encontramos en Mara. (Éx. 15, 22-26)
Después de uno a dos días de descanso, prosiguen el camino.
Según Éx. 15, 27: Llegaron a Elim, donde había doce fuentes y setenta palmeras, y acamparon junto a las aguas. Este oasis de Elim se encuentra a unos cuarenta kilómetros al sur de los pozos de Mara, y ahora se llama Bi´r Thal. Y debemos reparar en que Elim no es un pozo sino un oasis; y que en buena lógica, en este vergel se quedarían unos cuantos días abrevando en ganado, descansando y reponiendo fuerzas para las siguientes etapas que serían las más duras.
Y por cierto, ahora que estamos sentados a la sombra de una de las setenta palmeras de este oasis, deberíamos intentar aclarar la última frase del versículo anterior: …y acamparon junto a las aguas. ¿A que aguas se refiere?, ¿a las aguas de las doce fuentes o a las aguas del mar? Tengamos en cuenta que este oasis está a unos tres o cuatro kilómetros del mar, y por otra parte, seiscientos mil infantes a la sombra de setenta palmeras, tocan” a más de ocho mil hombres debajo de cada árbol.
Desde Elim, según Éx. 16, 1, se adentran en el desierto de Sin. Desde allí caminan hacia Rafidim, en unas etapas angustiosas por la falta de agua, lo que obliga a Yavé, en el episodio titulado Mana agua de la Roca de Horeb, a procurar un abastecimiento desde la aeronave.
¿Y donde está Rafidim?
Pues yo no lo sé; pero teniendo en cuenta que no sabemos siquiera si Rafidin es una población, una montaña o un parque temático, la ignorancia está un poco disculpada. Lo que sí sabemos, es que Rafidim no era un lago alpino; que como ya he dicho, tal vez estuviese cerca de Ras Zenimeh; y lo que también sabemos es que se encontraba entre Elim y el Sinaí. Y, si advertimos la extrema aridez de ese desierto, comprenderemos que aquella muchedumbre se mostrase inquieta e incluso estuviese un poco "disgustadilla".
Por fin, transcurridos sesenta días desde la salida de Egipto, la expedición llega a la Montaña del Sinaí (Éx. 19, 1-2).
Y aquí tenemos la pregunta de premio: ¿Qué montaña es esa?
Pues la respuesta está en el mapa.
Si consultamos una carta geográfica advertimos que en la ruta que va desde Elim hasta la presunta aunque no probable montaña del Sinaí, o sea, hasta el Yebel Musa, nos encontramos un lugar muy interesante. Un lugar donde en el momento de la creación del mundo, la divina providencia decidió situar el mayor y más importante de todos los oasis de la península del Sinaí, el de Feirán (oasis del faraón). Y si además, lo que buscamos es una montaña, junto a ese oasis encontramos un macizo de más de dos mil metros de altitud, el Yebel Sirbal.
Entonces uno recapacita y se dice extrañado:
Es sorprendente que para una estancia de alrededor de un año, Yavé condujese a los hebreos a un paraje desértico (Yebel Musa), ubicado a sólo unos pocos kilómetros ––exactamente sesenta y dos–– de un maravilloso oasis.
Y después de meditar, uno se pregunta:
¿Por qué?, ¿con que intención?
En mi opinión, no deberíamos plantearnos preguntas absurdas. Al pie del Yebel Musa, no sucedió nada. Allí, en el famoso monte Sinaí, los hebreos no estuvieron ni diez minutos. Ese emplazamiento es sencillamente otra disparatada invención de la tradición levita, que despreciando la lógica, no tuvo en cuenta algo, que expresado en un lenguaje político-social, nos viene a decir que el oasis de Feirán resultaba un hogar más digno. Y si Yavé no hubiese ordenado que aquellas torturadas gentes instalases sus tiendas en aquel vergel, únicamente lo hubiera hecho por alguno de estos dos motivos:
Primero: Oposición tajante, intransigente y poco constructiva de los escasamente solidarios amalecitas.
Segundo: Mantener a los hijos de Israel aislados del resto de los moradores del desierto, puesto que, al fin y al cabo, un oasis es un lugar bastante concurrido.

Así pues, y como hemos visto, tenemos al menos dos opciones. Y cualquiera de las dos es mucho más lógica que la tradicional respuesta sacerdotal y monástico-catalínica:
La muy razonable posibilidad de instalación del campamento hebreo en las proximidades de una playa del Golfo de Aqaba —en cualquiera de sus dos riberas, desde su cabecera hasta el estrecho de Tirán—. Incluso en una isla que esté dotada de un pequeño cerro.
En segundo lugar, Yavé pudo decidir la acampada en un paraje, que solamente las mentes sacerdotales, ofreciendo un gustoso sacrificio y decididas a ponerse a prueba, podrían desestimar cuando van de excursión por un desierto, un acogedor y bien surtido oasis.

Sólo me resta señalar, que desde que se inicia la contabilidad de los días hasta cualquiera de los dos lugares señalados como opciones para el campamento hebreo, tenemos una distancia de unos trescientos kilómetros. Y considerando que la duración del viaje es de sesenta días justos, nos encontramos con unas jornadas de unos cinco kilómetros diarios. Tal vez, un paso de marcha excesivamente moderado para aquellas gentes en aquellos tiempos. Posiblemente, junto a cada uno de los pozos, permanecerían acampados algunos días. Se podría afirmar que se lo tomaron con calma. Y además hicieron muy bien: ¿para qué andar con prisas, si todavía tenían cuarenta años por delante para andar dando vueltas por allí?

Y éstas son mis hipótesis respecto al lugar en que se ubicó el campamento, y al trayecto que debieron recorrer hasta llegar allí. No obstante, y de cualquier forma, aunque sería muy interesante poder determinar el lugar, no resulta necesario en absoluto, y solamente se ha tratado aquí, para intentar dejar patente, como ya he dicho, que los dioses también piensan. Y no resulta necesario conocer la ubicación concreta del Monte Horeb, porque todos estaremos de acuerdo en conceder más importancia al argumento de la obra que al escenario y a sus decorados. Y además, si Yavé hubiese considerado imprescindible, o siquiera conveniente, indicar la situación del campamento, Moisés, tal y como hizo cuando menciona a Rameses, Etam, Sucot, Mara, Rafidin, etcétera, lo hubiese descrito con toda exactitud, o al menos con menor ambiguedad que cuando dicen escuetamente: Israel acampó al pie de la montaña. Precisamente, en un lugar donde hay cientos de montañas.

Y, además de haberlo descrito con exactitud, lo hubiese reiterado varias veces. A menos que...
A menos que, por alguna razón desconocida, ni Yavé ni Moisés deseasen que el lugar fuese identificado.

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ÉXODO 3-14