Desorden y tedio | ¿Una morada para Yavé? | Los templos | ¿Habitó Yavé entre los hebreos? | El tabernáculo y la tienda de la reunión; su distribución | Mobiliario del templo | El atrio | El locutorio | Forma y medidas | Resumen
Para dar un sólido respaldo a la afirmación realizada en el inicio de la introducción a esta segunda parte, cuando me refería al magnífico barullo que reina en la colocación de los capítulos del libro del Éxodo, ahora, en el momento de iniciar el estudio de los utensilios, y corroborando que yo tenía mucha razón, nos encontramos con un espectacular revoltijo en la crónica de aquellos acontecimientos:
En el capítulo veinticinco se detalla el mandamiento de Yavé para que sean construidos varios mueble ––arcón, propiciatorio, mesa de los panes y candelabro––; seguidamente, en el veintiséis, se reseña la construcción del santuario o tabernáculo; a continuación, en el veintisiete, se retoma la fabricación de otro muebles ––el altar de holocaustos––, y además se incluye la descripción del patio de ese tabernáculo que se había descrito en el capitulo anterior; inmediatamente después, en el veintiocho, se refleja la confección de las vestiduras y adornos sagrados; en el veintinueve, el tema a tratar es el aseo de los sacerdotes y su consagración al servicio de la divinidad; en el capítulo treinta, se continúa con la descripción del resto del mobiliario ––altar de los perfumes y pila de bronce––, se intercalan disposiciones de tipo fiscal ––los impuestos a pagar por censos––, y se remata con la elaboración de los óleos y los inciensos. Para colmo, nos encontramos con el breve capítulo treinta y uno, que en buena lógica debía haber sido colocado en primer lugar por significar un anuncio de intenciones, donde se efectúa el nombramiento de los artesanos a intervenir en la obra, y donde, con una nueva reseña del Sabbath, se enumeran los diez mandatos. Y para demostrarnos que toda desorganización puede perfeccionarse hasta llegar al más absoluto caos, antes da dar término al asunto del tabernáculo, los responsables de la clasificación introducen tres capítulos ––32, 33 y 34–– que no tienen ninguna relación con los temas que se están tratando; por último, en una apoteosis final, nos deleitan con otros seis capítulos ––35, 36, 37, 38, 39 y 40–– donde repiten otra vez todo el ”proyecto tabernáculo”, al mismo tiempo que, demostrando su rara habilidad para liar la madeja, reinciden en la descripciones anteriores, pero alterando la disposición en la que antes habían sido narrados.
Y, para seguir la moda reiterativa impuesta por mis amados levitas, y así demostrarles que no son ellos los únicos capaces de aburrir por reinsistencia, yo también voy a insistir en este asunto:
Primero fabrican unos muebles; luego la casa; después otro mueble y el patio de la casa; seguidamente detallan las vestiduras sagradas; a continuación nos explican de una manera pormenorizada los ritos de consagración, papeo y merienda sacerdotal; luego se continúa con la reseña de la construcción de otro mueble, intercalan un impuesto a pagar, siguen con la descripción de otro mueble, y nos dan razón de la elaboración de óleos, perfumes y timiama. Prosiguen, y nos colocan el catálogo-resumen de los trabajos anunciados en los seis capítulos anteriores; luego introducen tres capítulos ajenos al asunto a tratar, y como epílogo, continúan con otros seis en los que hacen nueva reseña de lo detallado anteriormente.
Como puede apreciar el lector, los levitas, una vez más, nos presentan un magnífico ejemplo de cómo debe organizarse una buena desorganización. Aquellos sabios se dijeron: será obra de Dios, pero ni Dios lo va a entender.
Esta burlona denuncia contra el atolondrado desorden levítico, debo reconocerlo, nace de mi indignación. Tratar de una manera tan desconsiderada unos temas tan importantes como son la construcción del arca, el candelabro, los altares, etcétera, resulta tan obsceno, como sustituir el tercer movimiento de la novena sinfonía de Beethoven por algún bochornoso canturreo eurovisivo.
Nosotros vamos a intentar una mínima aportación al orden y, siguiendo un planteamiento que parece algo más lógico, en lugar de comenzar por el capítulo veinticinco del Éxodo, vamos a empezar estudiando el veintiséis. Y lo hago así, en primer lugar, porque entiendo que se debe construir la casa antes que fabricar el mobiliario, y después, para poder describir la construcción de todos y cada uno de los muebles en un orden de colocación más sensato. Una vez efectuada esta pequeña alteración en la disposición de los capítulos, y en una muestra más de mi respeto y sumisión a su acreditada incompetencia, me adaptaré a los textos levitas.
Ese capítulo veintiséis del Éxodo es terriblemente confuso y tedioso de leer, y no digamos de estudiar. Precisamente, ––y ésta es mi sospecha––, en esa característica puede encontrarse la causa de que estos episodios hayan sido tan poco investigados. Y afirmo que es confuso, porque después de haber sido leído por mucha gente y durante muchos centenares de años, nadie sabe todavía, con absoluta certeza, como era aquel recinto. Sinceramente, y con todos mis respetos, cuando lees por primera vez sus versículos, al mismo tiempo que intentas, sin éxito, reprimir un bostezo, no se puede por menos que exclamar: el escritor sagrado sería muy buena persona, es más, un santo podía ser, pero el tío era un paliza de mucho cuidado. A causa del soporífero aburrimiento de esas narraciones he desistido de transcribirlo a estas páginas, pero de cualquier forma, y teniendo muy presente que aquellas gentes eran como eran, y que tal vez, como afirmaría un sensato paranoico, lo único que pretendieron y consiguieron con sus oscuras descripciones, fuese esconder o disfrazar algo que no deseaban divulgar, yo aliento a los sufridos lectores a que estudien, o al menos lean, el capítulo veintiséis del Éxodo. Además, deberíamos reconocer, que en esta vida, lo importante y lo atractivo, en ocasiones, no caminan juntos.
Todo aquello que está relacionado con la construcción del Tabernáculo, se trata fundamentalmente, en Éx. 26, 1-37; 35, 1-35; 36, 1-38; 39, 32-40; y 40, 1-38.
El Tabernáculo, Santuario, Morada o Habitáculo, también conocido como Tienda de la Reunión, del Encuentro o de la Asignación, es un pequeño pabellón-refugio desmontable, y por ello de relativamente fácil movilidad, que el pueblo de Israel construyó en el desierto del Sinaí, y, que según consta, fue levantado por orden de Yavé.
“Hazme un santuario, y habitaré en medio de ellos”. (Éx. 25, 8)
Y aquí se presentan las dos primeras e importantísimas cuestiones:
Primera: ¿Pretendió Yavé que se construyera un santuario o templo?
Segunda: ¿Habitó Yavé en medio de ellos?
Ahora y aquí, respondo a estas dos preguntas en la misma tajante contestación: NO. Y por si alguien no lo ha entendido, lo repetiré otra vez: NO.
El Tabernáculo no era un santuario, tampoco era una morada y, por supuesto, Yavé no habitó en medio de ellos.
A pesar de lo rotunda y contundente que resulta la respuesta que acabo de dar, o precisamente por eso, creo que conviene hacer un par de precisiones:
Si por santuario entendemos un lugar limpio, higiénico y desinfectado, sin la menor duda, Yavé ordenó su construcción. Pero si interpretamos y entendemos que santuario es un templo o una parte de un templo, una morada o una edificación destinada al culto de un dios, no tengo otro remedio que disentir absolutamente y afirmar que en el Sinaí no se construyó ningún recinto con ese propósito.
Como segunda precisión debo manifestar, que si habitar lo entendemos como residir, vivir o permanecer, más o menos tiempo y con una mayor o menor continuidad, en un determinado lugar, tengo que señalar, rotundamente, que Yavé no habitó en el tabernáculo.
Y para que este asunto del santuario, que es de una gran trascendencia, no pueda dar ocasión a erróneas interpretaciones a las que algunos estamentos son demasiado aficionados, debe quedar constancia suficiente de esta auténtica realidad:
Yavé no consentía ningún tipo de culto, y por lo tanto, en su pacto prohibió que los hombres edificasen templos.
Y puesto que esta concluyente interpretación me obliga a una demostración, y aunque el tema en discrepancia es antiquísimo, ahora, por primera vez, vamos en busca de una explicación razonada, y por lo tanto, alejada de dogmas y revelaciones.
Yavé lo dejó muy claro: “No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni lo que hay en las aguan debajo de la tierra. No te postrará ante ellas, y no las servirás” (Éx. 20, 4-5). “No os hagáis conmigo dioses de plata, ni os hagáis dioses de oro” Éx. 20, 23.
Estas palabras en las que, supuestamente, Yavé está prohibiendo todo tipo de representaciones y de imágenes, serán debidamente interpretadas y puntualizadas en otro capítulo cuando estudiemos el maravilloso Propiciatorio —justo en el mismo momento en que tratemos del tema de los querubines—.
Aunque en principio admitamos que Yavé prohibió todas las representaciones y las esculturas, de todas formas, por la lectura de esos versículos de Éx. 20, efectivamente no podemos apreciar una orden expresa y concreta prohibiendo la construcción de templos. Naturalmente, deberíamos tener muy presente que esas imágenes que acaba de prohibir, suelen ser colocadas en los templos; sin embargo, y por otra parte, nada impide a los sabios iluminados interpretar, que pueden y deben existir templos, muchos templos, pero… pero sin imágenes.
De acuerdo. Por eso tampoco vamos a discutir.
Pero sigamos y veamos que puede pretender Yavé, cuando dice en Éx. 20, 24: “Me alzarás un altar de tierra, sobre el cual me ofrecerás tus holocaustos... (25) Si me alzas altar de piedras, no lo harás de piedras labradas, porque al levantar tu cincel sobre la piedra la profanas. (26) No subirás por gradas a mi altar... ”
Casi todos entendemos y reconocemos sin la menor duda, que el altar, el lugar de la ofrenda, es la parte más importante y esencial de un templo, y por lo tanto podemos preguntarnos: ¿qué debemos interpretar ahora?; ¿desea Yavé que se construyan templos?; ¿pretende Yavé que se instale un altar de barro y cascotes en el lugar preferente de una gran edificación dotada de columnas de mármol, hermosas vidrieras, elaborados tapices, delicadas y costosas maderas nobles, y que todo el conjunto quede bien iluminado con el precioso tallado de los cristales de las grandes lámparas?
No señores ungidos, están ustedes muy equivocados. Yavé dijo muy clarito, muy clarito: si algún dios, de esos que vosotros os inventéis ahora o en el futuro, y que ya os he advertido que no existen, desea o necesita algún templo, que lo construya él con sus propias manitas; para eso son dioses omnipotentes.
Si alguien quiere levantar un altar a Yavé, debe hacerlo de tierra. Y si así lo estima conveniente, en esa tierra del altar, en ese túmulo o montículo, y con el objeto de que resulte más compactado y evitar que se desmorone con facilidad, puede colocar alguna piedra. Pero adviertan: piedras sin labrar (pedruscos, guijarros). Y por supuesto, ese altar no gozará de una escalinata que da acceso a una significativa prominencia donde se colocan el Dios y su sacerdote. Yavé sabía que un santuario de tierra, además de constituir un monumento a lo efímero, es muy difícil de construir. Claro, que siempre podemos utilizar el recurso que puso en marcha Salomón ––que yo no sé si sería sabio, pero que desde luego listo era un rato largo––, cuando en I Rey. 6, 7, decide construir una casa en homenaje y recuerdo de Yavé, y con la intención de atenerse a la alianza pactada y no tallar la piedra destinada a la construcción del “templo”, se decidió por la utilización de piedras ya labradas. Con ello, Salomón se nos presenta como el inventor del reciclado. Pero además, y como otro potencial recurso, si no deseamos recurrir a esta argucia del genial rey, siempre podemos contar con la astuta y ladina sugerencia de aquel levita que estaba casado con la hija del alfarero, cuando preguntó: ¿Y el ladrillo de adobe? ¿Qué pasa con él? Ese material de construcción no está prohibido por Yavé y además es de barro.
Pero obviando la sabiduría del rey y la artimaña del levita rasillero, podemos preguntarnos: ¿cuál podía ser la intención de Yavé al recordar su Alianza y advertir que allí se pactó no hacer imágenes, ni representaciones, ni altares de piedra tallada, ni escalinatas?
Yo, únicamente por si alguien no quiere enterarse, insisto: Yavé prohibió, más allá de la menor duda, que se le diera cualquier tipo de culto; por lo tanto, de templos y grandes edificaciones para la “divinidad”, nada de nada.
No obstante, y puesto que era un ser de excepcional sabiduría, Yavé admitía que era muy normal y perfectamente lógico, que los hombres se reuniesen en determinadas festividades para recordar sucesos agradables o en memoria de seres a los que amaban y respetaban. En esos momentos de celebración, era también muy humano reunirse para comer y hacerlo en torno de una mesa o de un fuego donde asar una res. Esa mesa, o mejor esa parrilla, es el altar. Cuando esa celebración es en su honor, Yavé no desea que se haga una gran obra, un enorme altar, ni mucho menos un formidable templo; Yavé solamente admite, y tal vez agradece, que los hombres se reúnan a comer en torno a “un altar” con la intención de recordarle, y si así lo desean, para honrarle.
Naturalmente, como ya he dicho antes y como diré siempre, si alguien prefiere entender de las palabras de las Escrituras, que lo que en realidad pretendía Yavé era que, con la finalidad de recibir con suntuosidad un gran culto y adoración, le construyesen un enorme templo con piedras sin tallar y con altares de barro, sin imágenes y sin escaleras, pero con cúpulas, con torres y con campanarios, no veo el menor inconveniente en que lo sigan entendiendo así. Faltaría más.
Ahora que he mencionado al rey sabio, debe quedar constancia de que todo lo que se relata sobre David y Salomón, referente al Templo de Jerusalén, tiene para mí el mismo crédito que Pinocho o Caperucita Roja, y solamente lo he citado aquí en relación con el tajante mandato de Yavé prohibiendo que se edificasen templos.
Entendámonos. Por supuesto que no pongo en duda que el primer “templo” de Jerusalén fue construido por Salomón, y que se vio forzado a ejecutar esa obra por encontrarse muy presionado por los levitas y sacerdotes; pero lo que entiendo como unas increíbles fábulas son, entre otros, los relatos del libro Primero de los Reyes 8, 10-13; 9, 2-9. Aquel que lo lea comprenderá porque lo digo; y para ayudarles, solo añadiré que para unas personas que durante el Éxodo habían convertido unos cañaverales en un proceloso mar, no debía suponer una gran dificultad organizar una humareda, y asegurar que la columna de nube se había posado sobre el templo, con lo cual, pretendieron dejar bien patente que Yavé consentía en el proyecto asistiendo a la inauguración.
Según se cuenta en la Biblia en II Sam. 7, 1-17, el Dios de los hebreos ––entiéndase en este caso el profeta Natán––, también había advertido al rey David, respecto a la rotunda oposición de Yavé a la obsesiva manía de los sacerdotes por levantar templos.
Ya habían transcurrido más de doscientos años desde la asombrosa historia vivida en el Sinaí, y hasta este momento, los auténticos sabios levitas —que, por supuesto, los había—, y que todavía recordaban sin excesivas distorsiones la visita de Yavé y sus generosas enseñanzas; aquellos prudentes sacerdotes que habían respetado su voluntad y acatando sus deseos e instrucciones; aquellos respetuosos rabinos que perseveraban en el cumplimiento de las cláusulas del pacto de la Alianza, habían instalado el Tabernáculo en Silo. Como consecuencia de esa correctísima actuación, en todo ese tiempo no se había construido ningún templo o santuario; ni siquiera habían levantado una pequeña y milagrosa ermita. Pero el asunto iba a cambiar.
Si aceptamos la versión bíblica, resulta que el famoso templo de Salomón, se llamó así, únicamente, porque Yavé, por mediación del sabio Natán, “pudo convencer” a David para que no levantase el templo de Jerusalén, y en esa ocasión se consiguió retirar el proyecto de edificación del emblemático edificio. Pero sucedió lo de siempre: la presión de levitas y sacerdotes era cada vez más insistente, y años después, en el apogeo del reinado de Salomón, la congregación de los ungidos se salió con la suya. Habían tardado varios siglos, pero al final consiguieron doblegar la voluntad de todo un pueblo y la de su rey. De esta forma se inició la construcción del gran templo de Salomón.
Esa intervención del profeta Natán me proporciona una excelente oportunidad para destacar tres incuestionables realidades:
Primera. Que en aquellos tiempos, existían todavía interpretaciones correctas de las ordenes de Yavé, de su pacto y de su prohibición de todo tipo de culto; y por lo tanto, que aquellas interpretaciones que hablan de la indignidad de David para construir un hogar digno a su dios, y que intentan justificar la negativa de Yavé para aceptar un templo edificado por el rey pastor, solamente son simplezas y una lógica secuela de las cortitas entendederas sacerdotales.
Segunda. Que dentro de esos clanes sacerdotales, también se podían encontrar hombres muy respetables, muy íntegros y muy sabios, que no se vendían ni cedían a las pretensiones interesadas y ambiciosas de su comunidad. Una pena que sean excepción.
Tercera. Que el compulsivo deseo de los sacerdotes por hacerse con la propiedad de un templo, o lo que es lo mismo, por conseguir un local en el que poder domiciliar la sede social de su lucrativa y actividad piadosa, resultaba ya francamente agobiante.
Cuando el rey Salomón edifica el primer templo, el Señor de la Gloria ––entiéndase en este caso algún sabio y bien informado consejero, que bien pudo ser el sacerdote Azarías—, interpretando con absoluta corrección el pacto de Yavé, le dice al rey hablando en nombre de Yavé: “Tu estás edificando esta casa. Si guardas mis leyes, y pones por obra mis mandamientos, y guardas y observas todos mis preceptos, yo cumpliré contigo mi palabra”.
Además de advertir que el texto no se refiere a un templo sino a una casa, debemos reparar en esas primeras cinco palabras: Tu estás edificando esta casa. Yavé (el sacerdote) está diciendo a Salomón: esto es cosa tuya. Yavé no premia el esfuerzo realizado. Casi parece decir: a pesar de lo que has hecho; a pesar de esta edificación, si guardas mis leyes... yo cumpliré contigo mi parte del pacto. (1 Rey. 6, 12).
El rey sabio era muy rey, y tal vez fuera muy sabio, pero así y todo, su capacidad para dar quiebros y largas tenía un límite. Lo que, sin embargo, no tenía límite, lo que no reconocía ni tiempos ni alianzas, era la indomable voluntad de los ungidos sacerdotes para realizar su divina y vocacional misión, y poder dar cumplimiento a la "orden de Yavé" para que se construyese un gran templo.
Salomón, sabio o no, lo que es cierto y todo el mundo reconoce, es que tenía muy poco de tonto. Por esa razón, su ingenio habilitó una inteligente solución:
Teniendo en cuenta la prohibición de Yavé, y al mismo tiempo, procurando no despreciar el poder de los sacerdotes; usando de la treta de las piedras ya labradas, ordenó la construcción de un reducido, pero suntuoso edificio al que llamo Casa del Arca. Sin embargo, esa casa no sería consagrada como divina morada, y, solamente, estaría destinada a custodiar el Arca del Testimonio. Así, con esta triple maniobra, todos quedaban satisfechos: no se había desobedecido a Yavé ––en II Par. 6, 30, 33 y 39 queda muy claro donde tiene Yavé su morada––; los sacerdotes tenía una edificación a la que llamar Templo, y el Arca disponía de un recinto adecuado.
Aunque carezcan de dotes adivinatorias, muchas personas podrán vislumbrar las indiscutibles ventajas que a los sacerdotes proporcionaba un santuario. Pero si algún lector desea entender con toda profundidad, la más importante razón que impulsaba a los ungidos para ansiar ferviente y devotamente un formidable templo, puede buscarla, y la encontrará, en la manifiesta y evidente utilidad recaudadora, propiciatoria de peregrinajes, romerías y otros devotos eventos, y sobre todo, favorecedora del expiante y purificador papeo.
Todas estas utilidades son las que proporcionaba a los sacerdotes levitas el truco del Santuario Único. Una artimaña que encontramos descrita en el capítulo doce del Deuteronomio, y que es un sólido complemento de Lev. 7, 28; 17, 1 y 19, 5, donde los sacerdotes se reparten los lomos, las piernas y las chuletas de las reses que sacrificaban a Dios, y al mismo tiempo, con la fervorosa generosidad que siempre les ha caracterizado, dejaban para la divinidad el sebo, la grasa y las entrañas, para que, bien asadas, proporcionasen un aroma que, al parecer era muy apetecido por el supremo hacedor. Si algún lector ojea los citados versículos, podrá afirmar con auténtico conocimiento de causa, que ya está al tanto de lo que es un verdadero alarde de jeta. Y es que en este asunto ocurrió lo de siempre: Yavé prohibió los templos, pero en su ingenua bondad, no tuvo en cuenta algo que resulta de la mayor importancia: los sacerdotes necesitan los templos. ¿Qué no es cierto? Cuenten, cuenten los templos y edificaciones propiedad de los sacerdotes?
Y una vez resaltada la evidencia de que Yavé no deseaba, ni necesitaba, ni consentía que los hombres construyesen templos o lugares de adoración ––edificaciones que también son conocidas como moradas divinas––, debemos atender a la segunda de las cuestiones planteadas al inicio de este capítulo y preguntarnos:
Aunque esta pregunta ya ha sido contestada con un rotundo NO, creo que es necesario ampliar esa lacónica respuesta.
En el caso del tabernáculo que se levantó en el desierto del Sinaí, se debe destacar que Yavé solamente precisaba de un lugar limpio (santo); un lugar aislado del campamento; un lugar, donde un día de cada siete, pudiera reunirse con Moisés; un lugar donde tener la posibilidad de estudiar, reconocer y sanar a los hebreos; un lugar donde inspeccionar los trabajos que allí se estaban ejecutando. Por esta razón, admito como muy cierto, que Yavé ordenó la construcción de una tienda algo mayor que las otras. Pero su utilidad, su destino principal, no era ser su morada puesto que Yavé nunca habitó en medio de ellos. Esta certeza mía, fue una lacerante duda para Salomón, que siempre consideró que la morada de Yavé se encontraba en el cielo ––así se desprende de la lectura de 1 Rey. 8, 27 y de las ocho reiteraciones incluidas en los versos 30 al 49––, y que fue la razón para que edificase lo que llamó Casa del Arca.
La finalidad de aquel recinto del Sinaí, desde el primer momento, y además de servir como ambulatorio de consultas externas, fue la de acogida, protección y custodia de unos importantísimos utensilios, componentes o mobiliario que, como se verá, quedaron a resguardo en su interior, y que tenían en sí mismos, un propósito muy preciso y determinado.
Así pues, el santuario ––recuerden: un lugar desinfectado y limpio––, además de ser un receptáculo destinado a guardar el arca y demás muebles, fue durante unos meses una especie de taller donde se supervisaba la construcción de esos artilugios, y al mismo tiempo era el dispensario-consultorio utilizado por Yavé para todos los asuntos relacionados con los hebreos y con sus “pruebas”, y por supuesto, para recibir y despachar con Moisés.
Tal y como consta en Éx. 33, 7-11, ajustándose a unos días muy bien señalados y ya previamente acordados, en la hora y el momento en que Yavé lo disponía, hacía aparecer su Gloria en el cielo cerca del campamento. Moisés, después de hacer sonar la trompeta para dar la señal convenida al resto de la comunidad de hijos de Israel anunciando que el Señor de la Gloria se estaba aproximando, se dirigía al tabernáculo. De ahí, de esa característica y por ese uso, con toda propiedad, fue conocida como la Tienda de la Reunión. ¿Qué nombre pondríamos dar a un recinto destinado a reunirnos con nuestros amigos? Aunque algún mocito choteador optarían por llamarlo “Yavé,s Club”, otros preferimos denominarlo Casa de la Reunión. A continuación, la Gloria de Yavé se posaba junto al tabernáculo, y en ese mismo momento, la totalidad del pueblo se colocaba delante de sus tiendas; todos bien a la vista y facilitando el recuento y el control. Como se dicho en el capítulo correspondiente, para evitar que nadie pudiera estar ausente de su tienda y apareciese merodeando por el entorno del tabernáculo, el encuentro estaba programado y su tiempo perfectamente legislado; Yavé había dispuesto aquel día para visitar a su pueblo. Un día de cada siete. Un día llamado Sabbath.
El Señor del Cosmos ha consentido que el pueblo aporte sus donaciones generosas para la construcción del tabernáculo. Y lo ha hecho, porque comprende que rechazarlo sería como despreciar un regalo que te hacen como muestra de respeto y de agradecimiento. Pero, sobre todo, lo hace porque ese recinto era para uso y utilidad de aquellas mismas gentes que contribuyen con sus donaciones. Sin embargo, él no desea mas que un lugar nuevo y “santo”. Y yo, una y otra vez insisto en recordar que “santo” es lo mismo que limpio, sin insectos, sin gérmenes, sin olores. Yavé no pretende nada ostentoso ni lujoso a costa de aquellos emigrantes que, antes o después van a necesitar toda su plata. Por esta razón, y con el propósito que esto quede bien claro y resaltado, allí donde se dice oro, debe decirse y entenderse bronce o cobre; porque eso mismo es lo que ordenó Yavé. ¿De acuerdo? De oro, nada de nada. Y también, por esa misma razón, y según consta en Éx. 36, 4-7, cuando advierte que las donaciones están superando sus moderadas estimaciones, Yavé no tiene más remedio que intervenir, y sirviéndose de Moisés, pone fin a las copiosas aportaciones que los agradecido hebreos estaban haciendo para la construcción del Tabernáculo. Naturalmente, que cuando los Señores de la Gloria se alejaron de allí, los levitas volvieron a la carga y requirieron más y más limosnas, rescates de primogénitos, tasas de censos, ofrendas y diezmos, y con todo eso, forraron de oro hasta los paneles del templo, y al mismo tiempo forraron sus talegas. Pero éste es un comentario innecesario y superfluo; ese vergonzoso comportamiento sacerdotal no supone ninguna novedad para nadie.
En esto, como en casi todo, ha existido también mucho lío y se han mezclado y enredado las cosas. Aunque pueda parecer lo mismo, y además es una confusión con bastante excusa, debemos señalar, perfectamente, la diferencia existente entre el Tabernáculo, Santuario y Tienda de la Reunión.
En las anteriores interpretaciones he pretendido resaltar que el Tabernáculo no era un templo y que tampoco era la morada de Yavé. Sin embargo, una parte de ese Tabernáculo sí que era una morada. No en un sentido estricto, pero de alguna forma era la morada de Moisés. Para decirlo con más propiedad, era el despacho, la oficina, el estudio y la sala de audiencias de Moisés.
Moisés construye la tienda-tabernáculo, y puesto que allí debe quedar siempre alguien en continua vigilancia, decide hacer de ese lugar su residencia y la de su guardia personal. Por supuesto, que esto no significa que Moisés no tuviese su tienda privada, y que según consta en Núm. 3, 38, había hecho instalar a pocos metros del Tabernáculo, a las puertas del atrio. Sin embargo, allí en la Morada-Tabernáculo, en la parte de acá del velo de separación, en el lugar Santo, en la zona conocida como la Tienda de la Reunión, es donde Moisés recibe a los príncipes de las tribus, a los ancianos, a los hebreos que tenían que “consultar” a Yavé, y... y al mismo Yavé.
Así pues, el conjunto total del Tabernáculo constaba de dos compartimentos divididos únicamente por unas cortinas, y que se han denominado el Santo y el Santísimo (el limpio y el limpísimo). El limpio era la Tienda de la Reunión y el limpísimo era lo que podemos denominar como el Santuario propiamente dicho.
El primero, el Santo, es el único acceso al segundo aposento, o sea, al Santísimo, que era la estancia por excelencia, el Sanctasanctórum (Santo de los Santos), y donde, oculto tras esas cortinas se encontraba el Arca con su Propiciatorio.
Resumiendo: Todo el conjunto es el Tabernáculo; la parte más espaciosa a la entrada del Tabernáculo es la Tienda de la Reunión o lugar Santo; y detrás de la cortina, se encuentra el lugar Santísimo o Santuario.
En el Pentateuco, los “iluminados” cronistas efectúan la siguiente distribución:
En el Santísimo, el arca con su propiciatorio.
En el Santo, la mesa de los panes, el candelabro y el altar del incienso.
Y finalmente, en el atrio quedaron instalados el altar de los holocaustos y la pila de bronce.
A mí, personalmente, no me convence del todo esa distribución de los utensilios. Y no me convence por diferentes razones:
Primera: No se menciona donde fueron depositados los ungüentos, ni los óleos de la unción, ni las vestiduras de los sacerdotes, ni el efod, ni el pectoral, ni la diadema.
Mi opinión es que, posiblemente, en el Santo también quedasen los recipientes con inciensos, perfumes, timiama y óleos. Y por supuesto, las vestiduras sacerdotales, el efod, el pectoral y la diadema estuvieran siempre en poder de Arón.
Segunda: En el Sinaí no fue construido ningún pilón de bronce, sino que, a los efectos pertinentes, se utilizaba una pileta de barro cocido.
Tercera: Los mismos autores de las Escrituras no se ponen de acuerdo sobre la colocación del Altar de los perfumes. Esa disparidad de interpretaciones queda patente en Éx. 30,6 y Heb. 9, 4.
Todavía existe una cuarta razón que me impide admitir, así sin más, la distribución del caprichoso mobiliario. Si tenemos en cuenta la verdadera utilidad de aquellos utensilios, es muy posible que se precisara de una proximidad física entre ellos; de una cercanía que facilitase su conexión. Sin embargo, habida cuenta de la formidable tecnología de Yavé para la utilización de los mandos a distancia y enlaces sin hilo, no propondré más debate.
Sabemos que el tabernáculo estaba rodeado y protegido por el atrio. Pero, puesto que de ese patio vamos a tratar en el momento que estudiemos el Altar de los Holocaustos y el Pilón, aquí solamente destacaremos algo de su utilidad.
En determinadas ocasiones, el pueblo hebreo, pero nunca los extranjeros, tenía permiso para entrar en ese patio, y únicamente algunos privilegiados, y siempre acompañados por los levitas, podían penetrar en el interior de la Tienda de la Reunión. Por otra parte, además de Moisés, que lógicamente tenía acceso a todo el recinto, al lugar santo sólo podían entrar los sacerdotes, y al lugar Santísimo sólo tenían acceso el sumo sacerdote. Y, por supuesto, ni siquiera Moisés ni el sumo sacerdote Arón, podían penetrar en el Tabernáculo si se daba la circunstancia de que Yavé se encontraba allí y no había requerido su presencia. (Éx. 33, 7-11; Éx. 40, 35; Lev. 10, 1-3; Lev. 16, 1-2)
Esta particularidad que nos habla de las presencias de Yavé sobre el Tabernáculo, nos hace entender con meridiana claridad, y más allá de cualquier duda, que Yavé no se encontraba en el Tabernáculo permanentemente, y que si bien es muy cierto que durante su estancia en el Sinaí lo visitó con frecuencia, por supuesto, nunca, ni una sola vez, se albergó en el santuario.
Y no se alojó en él, por una multitud de razones entre las que cabe destacar estas tres:
Primera: Que Yavé no necesitaba ni deseaba un lugar para acogerse.
Segunda: Que siempre que estuvo en el Tabernáculo tenía a escasos metros la nave Gloria, que era su verdadera morada.
Tercera: Que ni los hebreos ni nadie estaban capacitados para construir una morada para Yavé.
Que conste que esta última afirmación no es una interpretación mía; los sabios sacerdotes sabrán encontrar en los santos textos, los versos precisos en los que se niega a los hombres la capacidad para edificar un hogar digno para Yavé.
Repito por enésima vez: Yavé no apetecía de mármoles, de grandes piedras, de lujosas techumbres, de inmensas columnas o de altares de oro. Una sencilla tienda era todo lo que requería. Una tienda alejada del campamento hebreo, bien limpia y desinfectada mediante óleos purificadores y asépticos inciensos y perfumes. Y, por supuesto, este mismo tipo de exigencias se extendía a su posible interlocutor. Era riguroso con la higiene, con la “santidad”. Nada de suciedad ni en cuerpos ni en ropas; nada de malos olores. Desde días antes de acudir a su cita, les estaban vedados determinados alimentos y bebidas. Por supuesto, no podían tocar nada “impuro”, y menos acercarse a un cadáver, aunque fuese el de un familiar. Por esa razón, y como una cortés sugerencia, a la puerta de tabernáculo hizo instalar un barreño rebosante de agua.
Y todas estas condiciones higiénicas, que se mantuvieron mientras duró su estancia entre los hebreos, estaban destinadas a facilitar su relación con aquel pueblo de pastores, y pretendían un doble fin: estudiar a los hijos de los hombre e instalar una emisora.
En el Sanctasanctórum (el lugar Santísimo) del Tabernáculo, bien oculto detrás de una cortina, se instaló "casi" todo el equipo de radio; y allí, a través de ese arca, mejor dicho, sirviéndose de su propiciatorio, se escuchaba la voz de Yavé-Dios cuando hablaba a los hombres, o sea, era el “locutorio”. La Tienda de la Reunión (el lugar Santo) era el lugar de las audiencias, o sea, era el ”consultorio”.
Esto nos hace comprender la verdadera, la inmensa y venturosa utilidad del Tabernáculo, que después del alejamiento de Yavé, sirvió como centro receptor de comunicaciones. Y eso, ciertamente, no es un asunto como para despreciar. Todo el tiempo y el trabajo que se invirtió en la construcción del Tabernáculo estuvieron muy bien empleados.
Siendo muy cierto que ni a Yavé ni a Moisés, ni siquiera a nosotros, nos interesa en exceso la forma y las medidas de aquel recinto, no tenemos más remedio que intentar describirlo, aunque solo sea para conocerlo un poco mejor.
Las indicaciones que nos han llegado para su construcción son sumamente imprecisas, bastante confusas, y se advierte que faltan muchas explicaciones. Pero de todas maneras, hay algo que debemos tener muy en cuenta: si determinados detalles o características no constan, es porque no son absolutamente necesarios y nos bastaría con saber que era un local de unos quince metros de largo por cinco de ancho.
Todos los hijos de los hombres hemos tenido oportunidad de admirar representaciones, por cierto, muy poco afortunadas, del Tabernáculo. En ellas, se nos muestra una especie de baúl cuadrado y plano cubierto de pieles.
Sin embargo, deberíamos recordar que el Tabernáculo era una tienda de campaña que se montaba con tablones, cortinas de lino y tapices de pieles, que se unían con garfios y cuerdas. Y, después de recordar eso, deberíamos preguntarnos:
¿Cómo son las tiendas de campaña? ¿Son cuadradas y planas por su parte superior, o son a dos aguas, a dos vertientes?
¿Cómo son las tiendas de campaña? ¿Son cuadradas y planas por su parte superior, o son a dos aguas, a dos vertientes?
Pues ahí tienen la respuesta.
Por otra parte, también nos hubiera gustado que se hiciese mención del solado, aunque es muy probable que consistiera en esteras de lino o de cáñamo. Tampoco existe ninguna indicación o referencia acerca de la existencia de un posible entramado o “nervio” de tablones con el fin de proporcionar más sustentación, seguridad y sujeción a las paredes.
Entre otras cosas, encontramos a faltar la descripción de la posible colocación de los tablones del armazón, aunque algunos estudios han llegado a la conclusión de que, probablemente, pudiesen haber sido colocados como cuadros o bastidores de ventanas.
Y, por último, en la descripción del tabernáculo se aprecia que existe una total ausencia de tragaluces. Y este detalle es muy importante, pues resulta que, para la óptima utilización del candelabro, es determinante la existencia de un tragaluz. Claro que si tenemos en cuenta que las paredes y cubiertas del Tabernáculo eran de pieles, tal vez fuese innecesaria su mención; en una tienda de campaña es realmente fácil habilitar un ventanuco.
Entre otras cosas, encontramos a faltar la descripción de la posible colocación de los tablones del armazón, aunque algunos estudios han llegado a la conclusión de que, probablemente, pudiesen haber sido colocados como cuadros o bastidores de ventanas.
Y, por último, en la descripción del tabernáculo se aprecia que existe una total ausencia de tragaluces. Y este detalle es muy importante, pues resulta que, para la óptima utilización del candelabro, es determinante la existencia de un tragaluz. Claro que si tenemos en cuenta que las paredes y cubiertas del Tabernáculo eran de pieles, tal vez fuese innecesaria su mención; en una tienda de campaña es realmente fácil habilitar un ventanuco.
Sin embargo, debemos tener en consideración que la cubierta del tabernáculo era cuádruple. Me explico: en primer lugar se colocaban las cortinas de lino, sobre ellas otra capa de tapices de pelo de cabra, a continuación se extendían las pieles de carnero y por último había un cuarto manto de pieles de tejón. Con estas características, sin que ello supusiese un descomunal problema, deberemos admitir que para abrir un ventanuco no bastaba con descorrer una cortina. Por esta razón, y por la gran importancia que yo concedo a la existencia de un tragaluz, mi paranoia y yo hemos creído advertir una sospechosa e interesada omisión en las poco esclarecedoras descripciones del tabernáculo.
Puesto que ya estamos concluyendo este soporífero capítulo del Tabernáculo de Yavé, me gustaría resaltar una más de entre las muchas interrogantes e incógnitas que plantea la construcción del tabernáculo:
Si desestimando mi sugerencia para que los tablones de un lateral queden inclinados y acodados con los del otro ––tal y como es lógico en una tienda de campaña––, y si aceptamos la original interpretación sacerdotal de un tabernáculo en forma de cajón, debemos resaltar que:
No es una obra fija de albañilería, sino que se construye con tablones de madera, pieles y cortinajes que se sujetan con cuerdas. Si también consideramos que se instala en el desierto, donde los vientos con frecuencia muestran una gran intensidad y arrasan todo posible freno, debemos reconocer que no parece muy aconsejable, que tal y como consta en Éx. 26, 16, se levante una carpa de casi cinco metros de altura. Las tiendas o jaimas más altas entre los actuales habitantes de las estepas y desiertos, que con toda seguridad son muy semejantes a las que se utilizaban entonces, no suelen alcanzar ni la mitad de esta alzada. Y ésta es la pregunta: ¿por qué esa desproporcionada elevación?
El Tabernáculo no es un templo, ni es una morada para Yavé; es una jaima, una carpa con forma de tienda de campaña, destinada a recibir, durante su año de permanencia, las visitas de los viajeros del cosmos; después, fue adaptada para cobijar el arca y los demás utensilios construidos por orden de Yavé; por último, durante bastante tiempo sirvió como locutorio desde donde se establecía comunicación con Yavé.
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