El éxodo | La décima plaga; los sacerdotes perfeccionan sus prácticas | Los felices y generosos egipcios | Pasemos el platillo | La salida del pueblo | El cambio de ruta | Ya están aquí: Presento a ustedes la columna de nube y la columna de fuego | Resumen
Éx. 12, 29-32: (29) En medio de la noche mató Yavé a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde el primogénito del faraón que se sienta sobre su trono, hasta el primogénito del preso en la cárcel, y a todos los primogénitos de los animales. (30) El faraón se levantó de noche, él, todos sus servidores y todos los egipcios, y resonó en Egipto un gran clamor, pues no había casa donde no hubiera un muerto. (31) Aquella noche llamó el faraón a Moisés y Arón y les dijo: “ Id, y salid, de en medio de nosotros, vosotros y los hijos de Israel, e id a sacrificar a Yavé, como habéis dicho. (32) Llevad vuestras ovejas y vuestros bueyes, como habéis pedido; idos y dejadme”.
Yo no sé como definir este episodio que acabo de transcribir, en el que, en versión levítica, Yavé ordena la muerte de todos los primogénitos de Egipto. No quiero, ni voy a utilizar palabras como denigrante o perverso. Simplemente, voy a calificarlo como un torpe insulto, como una grosera e infamante ofensa a Yavé, por parte de aquellos irresponsables que fueron los viles responsables de un texto bíblico, y cuya responsabilidad atribuyeron al mismísimo Yavé.
Como ya he afirmado en el capítulo anterior al referirme al ignominioso intento levita por atribuir a Yavé la autoría de las plagas, se crea o no se crea en un dios, se crea o no se crea en la existencia de Yavé, lo que no se puede ni se debe hacer es recurrir al insulto. Por eso, haciendo un alarde de tolerancia, y siendo lo más comprensivo posible, no tengo otro remedio que dejar patente mi desprecio más tajante hacia ese Consejo de Sacerdotes Levitas. Y al mismo tiempo que les hago llegar mi demostración de absoluta repugnancia por su comportamiento, deseo mostrarme de nuevo totalmente en contra de los escribas y redactores de estos capítulos de la Escrituras, que tienen su apoteosis en Éx, 12, 29, en los cuales, en un ruin intento de dar culminación a una gran cantidad de ilegítimos versículos, en los que no han dudado en ultrajar a Yavé una y otra vez; versos que contienen afirmaciones en las que se le imputan toda clase de graves faltas y delitos, desde la mentira, la inducción al robo, al abuso de confianza y el chantaje; ahora, como remate, se atreven a culparle de asesinato.
Sí, he dicho asesinato.
Y si alguien no lo cree, veamos el texto bíblico:
En medio de la noche (con nocturnidad) mató Yavé a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde el primogénito del faraón, que se sienta sobre su trono, hasta el primogénito del preso en la cárcel (indefenso = alevosía), y a todos los primogénitos de los animales.
¡Toma ya! Estos sacerdotes no tienen desperdicio. En el mismo párrafo encontramos una de las circunstancias que modifican la tipificación del homicidio y lo elevan a la calificación de asesinato, la alevosía; y también un agravante, la nocturnidad. Pero es que además, y puesto que fue anunciada con anticipación, nos encontramos con una segunda particularidad que acrecienta la graduación del homicidio y lo eleva a la imputación de asesinato: la premeditación. Por lo tanto, según el redactor bíblico, el dios de Israel, con premeditación, alevosía y nocturnidad, dio muerte a un gran número de hombres y de inocentes niños egipcios. Retratan un perfecto genocidio, o sea, un exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de religión o de política.
Creo que el insulto a Yavé no puede ser mayor, más evidente, más torpe y más injusto. ¿Y por qué no decirlo?, más guarro, más repugnante y más rastrero. Y que, por cierto, tres mil años después, los “bondadosos y justos” sacerdotes, todavía no se han preocupado por aclararlo y desmentirlo. Lógico, tendrían que aclarar demasiadas cosas.
Y, aunque también lo he dicho, ahora lo reitero una vez más: no tengo ni la menor duda acerca de la existencia de la más rotunda verdad en la crónica de los sucesos que acontecieron en aquel momento; tampoco albergo la menor incertidumbre de que la palabra y el mensaje de Yavé están contenidos en esos cinco libros del Pentateuco; pero también afirmo, categóricamente, que de su boca, de la boca de Yavé, de la boca del Señor de los Cielos, no salió jamás una sola palabra inspirada en el odio, en el resentimiento o en el miedo. Nadie, en un estado mental consciente y sensato, puede aceptar que un ser de gran sabiduría, de innegable integridad, del más razonable criterio y con absoluto respeto por la justicia y por la vida, pueda ordenar la muerte de miles y miles de personas inocentes, una por más cada familia. Sólo en una mente cobarde, fanática, muy poco lúcida y poseída por un furor y un odio brutales, puede tener cabida esa apreciación sobre el comportamiento de Yavé. Pues bien, en las mentes de aquellos sacerdotes levitas tuvo una perfecta cabida esa afirmación, y después de llenar sus barrigas, se dedicaron a proclamar, con toda desfachatez, que los hombres no estamos capacitados para entender las intenciones de su dios.
Que se hubiese declarado una epidemia, algo que, como hemos visto en el anterior capítulos era de lo más frecuente en aquellos tiempos, y sobre todo, después de haber padecido una plaga de mosquitos, y que ese contagio infeccioso arrasase con miles de vidas, es bastante razonable y comprensible. Que muriesen muchos más egipcios que de otros pueblos, también lo es, aunque sólo sea por que eran muchos más. Pero afirmar impunemente que, Yavé, o un ángel de Yavé, pasó puerta por puerta dando muerte solamente a los primogénitos egipcios pero respetando a los demás hijos y preservando también la vida de las hijas, eso como mínimo, es un disparate, y hay que tener mucha “cara” para ir por ahí contándoselo a la gente.
Claro, que si estamos hablando de cara dura, aquí, a continuación, encontramos un ilustrativo ejemplo de pétrea faz sacerdotal, porque lo peor de todo este asunto de los primogénitos, es que resulta un disparate y un contrasentido con "mucha congruencia y mucho sentido”.
¿Y saben por qué?
Pues, porque lo único que se pretende con la invención de esas muertes selectivas, y aun a costa de insultar a Yavé, es dar paso y cobertura a la rentable y lucrativa ley de los primogénitos (Éx. 13, 1-2 y 11-15), que a su vez con posterioridad, y cuando ya estaba bien asentada, sería sustituida por una larga serie de privilegios y provechosos censos, de los que se beneficiaría el cuerpo sacerdotal de la tribu de Leví. Expresado de otra forma, aquellos levitas dijeron a sus paisanos:
Yavé no ha matado a vuestros primogénitos, y en compensación, vosotros debéis pagar a los sacerdotes.
Por otra parte, en esos versículos (Éx. 12, 35-36) existe otra circunstancia que se debería tener en cuenta, pero que se ha pasado sobre ella sin el menor decoro. Nadie, ningún ser racional y consecuentemente con capacidad de pensar, y por lo tanto, con un mínimo conocimiento sobre el comportamiento y reacciones lógicas del ser humano, puede admitir que un pueblo como el egipcio, herido de esa manera tan atroz, permita que uno sólo de aquellos individuos posibles causantes de las muertes, consiga escapar con vida. El linchamiento de los hebreos, realizado por los pobres padres egipcios que habían perdido un hijo aquella noche, hubiera estada más que garantizado.
Pero no, no sucede así. Al contrario, muy al contrario. ¿Saben cuál es la milagrosa ocurrencia del “inspirado” cronista? Pues asegura que los padres, sofocando su dolor, salen con bandejas de plata repletas de obsequios para sus amados hebreos que deben abandonar el país. Véanlo a continuación.
Éx. 12, 35-36 (35) Los hijos de Israel habían hecho lo que les dijera Moisés, y habían pedido a los egipcios objetos de plata y oro y vestidos. (36) Yavé hizo que hallaran gracia a los ojos de los egipcios, que accedieron a su petición, y se llevaron aquellos los despojos de Egipto.
Vale tío.
Vamos a imaginar un pueblo cualquiera aquí en España, y por supuesto, en cualquier otra parte del mundo. Allí viven unos inmigrantes que han estado amenazado con causar una tragedia. Ésta se produce y ocasiona una enorme cantidad de muertes. A continuación, una vez ocurrida la desgracia, ese pueblo marginal ––lo califico como marginal puesto que están causando daños, o al menos atribuyéndoselos, y profiriendo amenazas––, proclama su autoría reivindicando esas muertes. Y es entonces, cuando, según la ocurrencia del chocheante cuentista, sucede algo “muy lógico”. La reacción de los dolidos supervivientes no es otra que presentarse ante aquellos que se proclaman autores de la desgracia; ante quienes se declaran como beneficiarios de la muerte de sus hijos, y regalarlos vestidos y objetos de valor como collares, pulseras y pendientes de oro. Sin la menor duda, los egipcios actúan de esa manera porque piensan: estos objetos eran para mis pobres hijos, pero ya que están muertos, mejor será que los disfrutéis vosotros. Eso, dicho con otras palabras, es lo que consta en Éx. 12, 35-36.
Y eso, es lo que aquellos fanáticos y codiciosos sacerdotes han estado “vendiendo” a sus fieles durante tres mil años. Y luego, después de haber atribuido a un dios ese pérfido comportamiento, se escandalizan si el hombre imita la conducta de su divinidad.
La epidemia que ha causado tanto dolor y muerte, ha sido muy bien administrada y utilizada por los sacerdotes de Amón que han forzado la situación; el faraón ya no puede resistir el apremio de sus ministros ni la presión de los administradores de Ra. Por fin comprende y se dice:
Al fin y al cabo sólo estamos hablando de oro y plata. Si además de privar a los sacerdotes de su arma preferida, con ello se acaba el problema de ese pueblo entre nosotros, estoy seguro que la única decisión correcta es permitir que abandonen Egipto. Todos, con todo y ahora mismo. (Éx. 12, 31-32)
Al fin y al cabo sólo estamos hablando de oro y plata. Si además de privar a los sacerdotes de su arma preferida, con ello se acaba el problema de ese pueblo entre nosotros, estoy seguro que la única decisión correcta es permitir que abandonen Egipto. Todos, con todo y ahora mismo. (Éx. 12, 31-32)
Y como acabo de comentar, es ahora, es a partir del versículo once, cuando se inicia otra exhibición del poder de los sacerdotes levitas, que a la menor oportunidad, si ven ocasión de pasar el platillo no lo dudan ni un instante y aplican una de sus divisas preferidas: Sacerdote santo y pillo, a mano tiene el “cepillo”.
Aquí, en este momento, basándose en el tenebroso asunto de la muerte de los primogénitos egipcios, se inventan el impuesto del “rescate”.
Consiste el famoso timo del rescate, en la obligación que imponen los sacerdotes levitas al resto de sus hermanos hebreos, de cotizar por cada uno de los primogénitos que han sido “respetados” por Yavé-Dios. Todo animal macho que proceda del primer parto de una res, a menos que se abone el precio estipulado por los ungidos, debe ser sacrificado para que sirva de alimento a los levitas y a los sacerdotes. El primer varón de los hijos de los hombres se “rescatará” a buen precio de plata. Los sacerdotes dicen que esto es así para conmemorar el hecho de que Yavé mató a los primogénitos de los egipcios, uno por cada familia ––no se deja de ser primogénito por haber cumplido ochenta años––, pero respetando a los primeros hijos varones de los hebreos. El truco es burdo y grosero, pero muy representativo y revelador del comportamiento de los ungidos.
Esta ley de los primogénitos fue posteriormente sustituida y dio paso a otra “picardía” sacerdotal:
La estafa de los censos.
El especulativo proceso mental que llevó a los sacerdotes levitas a trocar un impuesto por otro, fue muy simple. En uno de los escasos momentos de lucidez se dijeron:
Primogénitos, solamente hay uno por familia, sin embargo, hijos hay bastantes más. Conclusión: estamos perdiendo dinero.
Este nuevo fraude de los censos era muy rudimentario, y el poder de los sacerdotes en el momento de su implantación era tan grande, que no precisó de justificación alguna.
El “sablazo” consistía, en que previo pago de una cantidad, los hebreos tenían la “venturosa” oportunidad de ser contados. Así como suena:
Si quieres que te cuente, prepara la cuenta corriente.
O sea, que se inventaron una lotería de participación obligatoria, pero sin premio.
Esto de ser contado, en mi opinión, debía constituir un auténtico goce y casi un supremo placer para el pueblo. Sobre todo cuando uno de ellos, extasiado por un inmenso deleite, alborotaba y alegraba el campamento gritando:
¡Tengo un capicúa!, ¡tengo un capicúa!
¡Jo tío!, ¡que suerte tienes!
Así ha actuado este tipo de gentuza durante siglos. Pero, ¿quién se lo reprocha? Si hay personas que se deja expoliar, pues bien está, y si se quiere, hasta tiene su gracia. Lo único que yo censuro y rechazo es que se considere a Yavé como autor de las muertes de inocentes y como consentidor de todos estos abusos. Solamente basándose en su muy superior inteligencia, en su sabiduría y experiencia para entender lo más rastrero de los seres humanos, se puede comprender que no dispusiera un tremendo castigo para esos individuos. No sólo atribuyen a su dios la matanza de muchos inocentes, sino que además “pasan la bandeja” por ello. Y para colmo aseguran que el resto de los seres humanos, al estar un poco mermaditos, no gozamos de la capacidad suficiente para comprender ese divino comportamiento.
Y he afirmado que tiene su gracia, porque es muy difícil leer Éx. 13, 13, y conseguir reprimir la carcajada. En ese versículo se dice: el del asno (el primogénito del asno) lo redimirás por un cordero, y si no lo redimes, lo desnucarás. La iniciativa de los pringosillos es genial:
O nos entregas un cordero o tienes que desnucar un burro.
Una gran muchedumbre de hebreos que había partido de Rameses, llega en primeras etapas a Sucot. Allí, procedentes de distintos lugares, se reúnen varios nutridos grupos de israelitas a los que también se incorporan gentes de otras tribus nómadas —el denominado vulgo advenedizo o adventicio que se cita en Núm. 11, 4—, una multitud que también ha sido obligada a abandonar el país, y que después, serán causa de no pocos problemas durante la larga permanencia en el Sinaí. Este versículo de Núm. 11, corrobora las palabras de Éx. 12, 38: Subía, además con ellos una gran muchedumbre de toda suerte de gentes... Entendámoslo, porque eso es exactamente lo que se dice: toda suerte de gentes.
Esto, sin la menor duda, nos muestra y nos deja constancia de otra realidad evidente: aquella expulsión no se aplicó a los hebreos con exclusividad. El pueblo egipcio, tal y como se insinúa en Éx. 1, 10, quizás motivado por alguna amarga experiencia sufrida ––o tal vez como una reacción lógica después de librarse de los Hicsos–– , obliga a salir del país, junto al pueblo israelita, a un buen número de individuos, tribus, e incluso grupos étnicos, que en el transcurso del tiempo se habían ido estableciendo en Egipto. Al parecer, se produjo un fenómeno que suele presentarse por ciclos, y que ahora denominaríamos como:
Un periodo caracterizado por una exaltación del sentimiento racista y por el apogeo de un gran furor xenófobo, con raíces en un nacionalismo exacerbado y excluyente.
Entonces, en aquellos tiempos, aquellas gentes eran algo menos cursis y rebuscadas, y lo identificaron como odio al extranjero, o lo que es lo mismo: leña al guiri.
Desde Sucot marchan hasta Etam, ya en los límites occidentales de la península del Sinaí. Se desplazan con la intención de hacer el camino por la ruta más habitual de las caravanas; la misma que habían seguido sus padres cuando siglos atrás habían bajado a Egipto. Su propósito es evidente: desean establecerse en las tierras comprendidas entre el mar Mediterráneo, ––mar grande o mar de poniente––, y el río Jordán. ¿Alguien identifica el lugar?
Desde mucho tiempo atrás, esas tierras estaban en poder de distintos pueblos, que como buenos hermanos y vecinos, disfrutaban atizándose entre ellos. Contra esas mismas tribus, los hebreos en los tiempos de Abraham, de Isaac y de Jacob ya habían tenido sus más y sus menos. Y que según estamos viendo ahora, a principios del siglo XXI, casi tres mil quinientos años después, todavía no han firmado la paz. Ni siquiera, con la intervención de los dioses; y es que hay cosas que no las arregla ni dios.
Éx. 13, 17 lo dice muy claramente: Cuando el faraón dejó salir el pueblo, no le condujo Dios por el camino de la tierra de los filisteos, aunque más corto, pues se dijo: "No se arrepienta el pueblo si se ve atacado y se vuelva a Egipto".
Según se puede apreciar, los cananeos no están en absoluto de acuerdo con las intenciones de los hebreos; y reuniendo un ejército, se disponen a impedir, con todos los medios a su alcance, aquella masiva avalancha de inmigrantes:
De sus ocultos arsenales, de los camuflados silos, de sus depósitos de armas estratégicas y de destrucción masiva, se saca a la luz un auténtico muestrario bélico. Con él, se efectúa una desafiante exhibición del más moderno armamento ––espadas, lanzas, arcos, garrotes y hondas––, que disuade a los “seiscientos mil” infantes hebreos, que, intimidados ante el poder de aquellas espantosas armas, no tienen otra opción que retroceder e iniciar una ruta alternativa tomando rumbo sur.
He realizado este jocoso comentario, para no desmerecer y competir sanamente con el sentido del humor del cronista bíblico y sus “seiscientos mil”. Y pensar que Jenofonte se conformó con diez mil soldados.
No obstante, todo lo que está sucediendo, y lo que va a suceder, ya estaba previsto desde tiempo atrás. Yavé, como es lógico, sabía en toda certeza que por las márgenes del mar de occidente no podrían adentrarse en el país, y que el pueblo hebreo no tendrían más remedio de entrar en Canán por la puerta trasera; por la ruta de los montes de Seir, Abarín y el Nebo, bordeando la ribera oriental del Mar Muerto y cruzando el río Jordán a la altura de Jericó.
Además de la ruta más concurrida, la que discurría por las proximidades del gran mar de occidente, existían otras dos alternativas para salir de Egipto con dirección a oriente. Una de estas rutas, atravesaba casi por su mismo centro geográfico la península del Sinaí con destino a las ciudades de Elat, Asiongaber y Esmona, en la cabecera del golfo de Aqaba, para luego penetrar en la península arábiga. La otra, más al sur, partía del Golfo de Suez, y primero bordeando la costa y después serpenteando por entre el macizo meridional del Sinaí, llegaba también al Golfo de Aqaba. Los itinerarios son más largos, el terreno bastante más difícil, pero el enemigo, las tribus nómadas más o menos belicosas, son inferiores en número al pueblo hebreo, y por lo tanto, un enemigo más accesible que el cananeo. Además, Moisés está emparentado por matrimonio con una de esas tribus, los madianitas.
Y, porque Yavé sabía que la ruta norte era impracticable, ya en el primer momento, y según consta en Éx. 3, 12, en las laderas del monte del encuentro, junto a la zarza ardiente, había dicho a Moisés: “Cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, sacrificarás a Dios sobre este monte”. Tal y como apunté en su momento, ésta es una muestra de la “providencia divina”. No puede ser más evidente, que Yavé sabía donde irían a parar. Sin embargo, permite al pueblo que al iniciar el éxodo y salir de Rameses, tomase el camino de Sucot y llegasen hasta Etam que estaba en los mismos límites de los desiertos del Sinaí.
Pero, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué había consentido Yavé que aquel pueblo iniciase una ruta imposible?
Pues, sencillamente, porque eso es lo adecuado y acertado.
Resulta que Yavé era bastante listo, y sabía perfectamente que la gente es muy gente, y que la gente, por mucho que sea advertida, no se va a dejar convencer. Por esa razón los condujo hasta Etam. De esa forma, no tendrían más remedio que reconocer, sin la menor duda, puesto que lo habían visto con sus propios ojos, que esa ruta del gran mar de poniente estaba cerrada, y que no era posible otro camino que el del sur. Cumplido ese trámite necesario, es en ese momento, es en Etam, cuando Yavé ordena a Moisés: “Tomad rumbo sur. Acampad junto al mar Rojo.
Yavé era extraordinariamente poderoso, y de haberlo deseado, habría desecho los ejércitos de los cananeos en un instante. Sin embargo, y como era de esperar, no lo hizo así. Pero eso el pueblo de Israel no lo comprendió. Y no lo comprendió, porqué a los hombres nos resulta muy difícil entender el correcto comportamiento de la sabiduría y de la justicia, si esa sabiduría y esa justicia no actúan conforme a nuestros deseos. Por eso, más de uno de aquellos emigrantes se preguntaría:
¿Y puesto que Yavé ya está metido en faena, por que no sigue con las plagas? ¿No supondrá demasiada discriminación y un acusado favoritismo, dedicar diez plagas a los odiosos egipcios y no conceder ni una sola a los intolerantes cananeos? El otro día en Egipto, sí, y ahora a unos pocos kilómetros, no; desde luego, el comportamiento de los dioses es misterioso y sus caminos inescrutables.
¿Y puesto que Yavé ya está metido en faena, por que no sigue con las plagas? ¿No supondrá demasiada discriminación y un acusado favoritismo, dedicar diez plagas a los odiosos egipcios y no conceder ni una sola a los intolerantes cananeos? El otro día en Egipto, sí, y ahora a unos pocos kilómetros, no; desde luego, el comportamiento de los dioses es misterioso y sus caminos inescrutables.
Así pues, antes de penetrar en la península del Sinaí, Yavé indica a los hijos de Israel la ruta a seguir y ordena que se tome el camino del sur. Su intención es descender por Egipto, y después, un poco antes de llegar al mar Rojo, virar a la izquierda e internarse en el desierto a través de las lagunas saladas.
Esta posibilidad del camino alternativo con destino al Jordán es, por supuesto, una versión de aquellos sucesos; pero existe otra interpretación. Y si no existía antes, va a existir desde ahora.
Esta nueva versión, al mismo tiempo que se apoya en la amenazante postura de los cananeos, contempla la posibilidad de que Yavé hubiese considerado necesaria la estancia y permanencia del pueblo de Israel en un hábitat muy restringido, un lugar con escasa posibilidad de contacto con otros pueblos, y durante un largo espacio de tiempo. Entre uno y veinte años.
Pero, ¿con qué intención?
Existe todo un capítulo donde se intenta explicar los motivos de Yavé para retener al pueblo hebreo y aislarlo de todo contacto durante una generación; su titulo: Las pruebas.
Cuando advierten este nuevo itinerario del pueblo hebreo, los egipcios reaccionan. Las guarniciones de frontera envían un parte al faraón: El pueblo de Israel ha cambiado de rumbo; no ha penetrado en la península del Sinaí; por el contrario está atravesando Egipto en dirección sur y siguiendo el camino que conduce a la orilla occidental del mar Rojo.
El faraón comprende cual es la razón de ese cambio de itinerario. No hacía falta ser un gran estratega para saber que las tribus cananeas, jeteas, amorreas, etcétera, no consentirían que una muchedumbre en busca de tierra de promisión penetrara en su país. Con eso ya contaba, pero había supuesto que Moisés lo tendría todo previsto y pactado. Sin embargo, al parecer no era así. Ahora el faraón se pregunta: ¿Dónde van?, ¿qué pretenden? No puedo consentir de ninguna manera, que una muchedumbre tan conflictiva, deambule vagando libremente por el territorio egipcio y fuera de nuestro control. Hemos pactado que marchaban al desierto, y el desierto está al otro lado del mar Rojo.
Es entonces cuando se alegra la vida del Faraón. El tesoro de los hebreos va a pasar a su propiedad. Dijo el enemigo: Perseguiré, alcanzaré, repartiré el botín,… (Éx. 15, 9). Puesto que ellos no han cumplido la orden de salir de Egipto, el faraón decide poner en marcha una expedición para expulsarlos por la fuerza, si es preciso, arrojándolos al mar. Y, si por el contrario se rinden, conducirlos de nuevo a Gosen, pero ahora sí, ahora en calidad de esclavos como prisioneros de guerra.
Sin embargo las cosas suceden de una manera distinta, arruinando los ambiciosos proyectos del faraón.
Ahora es cuando llegamos a uno de los momentos cumbre del libro del Éxodo. Es en este momento, en Sucot, justo en el instante en que parten para Etam, cuando, según consta en los asombrosos versículos veintiuno y veintidós de Éxodo trece, hace acto de presencia la Gloria de Yavé.
Señoras y señores:
Iba Yavé delante de ellos, de día, en columna de nube, para guiarlos en su camino, y de noche, en columna de fuego, para alumbrarlos y que pudiesen así marchar lo mismo de día que de noche. La columna de nube no se apartaba del pueblo de día, ni de noche la de fuego. (Éx. 13, 21-22)
Como digo, sin la menor sombra de duda, ya están aquí.
Ya tenemos aquí a Yavé y sus ángeles. Hasta ese momento, nadie excepto Moisés, ha visto la Gloria de Yavé. Ahora si, ahora son miles los ojos asombrados que observan aquel objeto brillante en el cielo. Una masa de gases y fuego que a veces, durante el día, se hace visible en medio de una enorme nube (humo y vapor), y que en otras ocasiones, durante la noche, se presenta emitiendo grandes llamaradas.
Y después de hacer notar, que una columna no deja de ser columna por no presentar verticalidad y mostrarse más o menos horizontal, éste es un momento óptimo para repasar la situación y determinar las intenciones de cada uno.
El faraón desea que los hebreos se vayan; el pueblo egipcio está ansioso porque que aquellas gentes se alejen de allí; los hijos de Israel, al menos una parte de ellos, tienen como meta salir de Egipto y ocupar las tierras de los cananeos; los cananeos por su parte, por mucha miel y leche que pudiese manar de su tierra, (lo que en ocasiones les originaba un problemático exceso de producción), no desean compartirlo con nadie. Así está la dura y complicada realidad en ese momento. Los cananeos les conminan: no paséis de Etam; los egipcios les acosan: salid del país; los agotados y confundido hebreos no saben ni siquiera que camino tomar. Pero Yavé ha hecho acto de presencia y se ha situado delante de ellos para modificar la ruta y conducirlos a Piajirot.
Y es entonces, es en Piajirot, cuando aquellas angustiadas gentes advierten que el ejército del Faraón viene contra ellos. La batalla se desestima por desproporcionada puesto que sería absurdo intentar luchar contra las fuerzas egipcias. Huir resulta imposible, pues, a su espalda, y como única vía de escape, se encuentran las tierras cenagosas de los pantanos conocidos como el mar de las Cañas.
Es en ese momento cuando se escucha el lamento de un pueblo desesperado que dice a Moisés en Éx. 14, 11-12: “¿Es que no había sepulcros en Egipto, que nos has traído al desierto a morir?¿Qué es lo que nos has hecho con sacarnos de Egipto?. (12) ¿No te decíamos nosotros en Egipto: Deja que sirvamos a los egipcios, que mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto?”
Sin embargo, muchos hombres todavía tienen esperanzas. Aunque su distante comportamiento no está perfectamente definido, existe la posibilidad de que Yavé se muestre decididamente de su parte y realice una demostración de su evidente poder.
Moisés, por su parte, mira al cielo. Nadie sabe lo que ocurrirá pero él sí. Él tiene una confianza ciega, total y absoluta en Yavé. Sabe que el Señor de los Cielos habilitará una solución. No alberga el más mínimo temor; y si acaso, lo único que siente es una gran curiosidad. ¿Qué hará Yavé? Es indudable que algo tiene que hacer, y así se lo comunica al pueblo: “No temáis; estad tranquilos, y veréis la victoria que en este día os dará Yavé”. Y efectivamente, el Señor del Cielo de los Cielos, el Señor del Cosmos, el Señor de la Gloria, es quien facilita el feliz y prodigioso desenlace.
Y es aquí y no antes; es sólo a partir de este momento, cuando empiezan a suceder cosas; cosas, que además de resultar asombrosas, son, sobre todo, muy, muy interesantes.
Los sacerdotes levitas infaman a Yavé atribuyéndole la muerte de inocentes niños egipcios. El pueblo inicia la penosa marcha que le conducirá al mar Rojo. La columna de fuego y humo hace su aparición.
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