El maná | El hambre y la sed | Un Dios demasiado tolerante con los enemigos de Israel | Las codornices y el maná | Un alimento desconocido y despachado con receta | Resumen
Cuando se inicia la lectura del capítulo dieciséis del Éxodo, el más optimista y soñador de los comentaristas bíblicos, aquel que se hallase feliz y eufórico, disfrutando porque el pueblo elegido se había liberado de la esclavitud que había padecido en Egipto, no tendría más remedio que admitir que se encuentra con un pueblo hebreo, que al contrario de lo que fuera de suponer, el lugar de ir exaltado y rompiendo el aire con cánticos de libertad, se desplaza al parecer abatido, sin un rumbo muy definido, y como dice Dt. 8, 15 por un desierto grande e inspirador de temor, tierra árida y sin agua, con serpientes venenosas y escorpiones... Más que un pueblo que han luchado por su libertad y que ha decidido y conseguido abandonar voluntariamente un país opresor, el relato nos ofrece la imagen de unas gentes expulsadas de sus hogares. Es un pueblo libre; tal vez más libre que antes, pero al mismo tiempo, es un gentío que camina sediento, hambriento y desconcertado. Y lo que es peor, con muy escasa o ninguna esperanza para un futuro próximo.
Esta reflexión que antecede nos invita a reconocer una de estas dos realidades:
O los hebreos no habían sido un pueblo sometido, pero que fue expulsado por el faraón.
O que, siendo la libertad un bien y un derecho irrenunciables, no es la panacea que todo lo remedia ––tal y como algunos desean pensar, y tal como otros pretenden que los demás piensen––.
Esta reflexión que antecede nos invita a reconocer una de estas dos realidades:
O los hebreos no habían sido un pueblo sometido, pero que fue expulsado por el faraón.
O que, siendo la libertad un bien y un derecho irrenunciables, no es la panacea que todo lo remedia ––tal y como algunos desean pensar, y tal como otros pretenden que los demás piensen––.
En esos primeros versículos del capítulo dieciséis se puede apreciar que aquella gente, al menos algunos de ellos, no eran extremadamente felices. Y, como después se ha comprobado, no estaban faltos de razones para recelar del porvenir. La perspectiva de cuarenta años en el desierto, penando con innumerables calamidades, torturados por el hambre y la sed; sufriendo ataques de tribus nómadas; soportando incendios y mordeduras de serpientes; padeciendo una gran derrota militar a manos de los amorreos, y por fin, muriendo uno tras otro todos los individuos de aquella generación, no eran motivos, precisamente, para entonar ni un Te Deum ni un Aleluya, como mucho, como mucho, un Miserere.
Por supuesto, que si estamos hablando de un castigo de su Dios, o si estamos aludiendo a la socorrida teoría de la prueba de fe, entonces la cosa cambia. En este caso, sabiendo que aquellas penalidades sólo son parte de una "divina cata", hubiera resultado muy comprensible que aquellos emigrantes se desplazasen por el desierto dando brincos, haciendo cabriolas y más contentos que dios.
Pero no; no es así. La sensación que transmiten los hijos de Israel, cuando en Éx. 16, 4, incluso idealizan la muerte en Egipto, no da la impresión de una gran euforia.
La extenuada muchedumbre, en angustiosas y penosas jornadas, bordea demasiado lentamente la orilla oriental del golfo de Suez —el brazo occidental del mar Rojo que baña la costa oeste de la península del Sinaí––. Clavan sus ojos en la inmensidad de las aguas, pues saben que en la otra ribera, allí donde duerme el sol, se encuentra la tierra que les ha visto nacer, el país que los ha cobijado, alimentado y protegido durante varios siglos. Su fe y su voluntad están con su Dios, pero su corazón ha quedado en Egipto. Muchos ya lo comentan, lamentándose por haber cedido con demasiada facilidad a las presiones de sus amigos y familiares, cuando insistieron ensalzando la nueva vida que les aguardaba fuera del país del gran río; en aquel soñado paraíso que manaba leche y miel. Ahora empiezan a confundir opciones con imperativos; ni Moisés, ni sus amigos ni sus familiares, les han llevado al desierto; ha sido una orden del faraón que no dejaba lugar a dudas. Éx. 12, 31-32: Id, salid de en medio de nosotros; ... idos y dejadme.
He señalado que los hijos de Israel, en su emigración, deambulan aparentemente sin un rumbo muy preciso, porque esa es la sensación que pueden producir los tres primeros versículos de Éxodo 16. Sin embargo, eso no es así ni mucho menos. Yavé ha trazado un itinerario muy concreto, y esa ruta, sin modificación alguna, es la que siguen guiados por Moisés. Es un camino que va zigzagueando de pozo en pozo y de oasis en oasis, pero que al final les conducirá a un lugar de aquellos territorios, a un enclave elegido por Yavé, para cuidar y alimentar a una considerable muchedumbre durante un año aproximadamente. Y ese lugar no es otro que un paraje que nos ha llegado bajo la denominación de la Montaña de Horeb. (Éx. 3, 12)
Ha transcurrido casi un mes desde aquel día, en que la Gloria de Yavé, al ayudarles en el mar Rojo, asombró sus ojos; alegró sus corazones; les proporcionó una buena dosis de confianza en Moisés y les hizo albergar alguna ilusión respecto a su futuro. Pero ahora nadie sabe donde está Yavé. Desde que desapareció después de alejarles del ejercito egipcio, no había mostrado su presencia hasta unos pocos días antes, cuando la carencia de agua fue tan grande, que presintieron la muerte. Haciendo un verdadero esfuerzo en su ruta del sur, la muchedumbre había llegado hasta Mará, donde, al pretender beber de sus pozos, se ven obligados a desistir al comprobar que aquellas aguas eran casi tan salobres como las del propio mar. Había sido entonces, cuando nuevamente hizo acto de presencia la gloria de Yavé.
Los hebreos no lo sabían, pero la etapa de Mará estaba prevista también desde mucho antes. Claro que tampoco tenían ni la menor idea de lo que era un aparato potabilizador o depurador de agua. Después de hablar con Moisés, desde aquella inmensa nube de fuego, se les proporcionó un objeto que parecía un tronco de madera (Éx. 15, 25), que al ser introducido en el pozo, había convertido aquel insano charco de amargas aguas en una deliciosa cisterna donde apagar la sed. Sin embargo, luego, como ya había ocurrido después de cruzar el mar de la Cañas, Yavé y su Gloria habían desaparecido nuevamente. Ahora nadie sabe donde está, y muchos se temen que no regresará. En este momento apenas tienen alimentos, y de nuevo la escasez de agua es más que preocupante.
Todo este cúmulo de circunstancias resulta muy difícil de ser asimilado por un pueblo que acaba de presenciar varias demostraciones del inmenso poder de Yavé. Un poder, que ha conseguido que la noche se convirtiese en día; que un intenso viento cálido secara y endureciese un suelo pantanoso y movedizo; que ha contenido a un fuerte contingente de soldados egipcios, y que ha logrado que las salobres aguas procedentes de filtraciones marinas quedasen transformadas en refrescantes aguas dulces.
Pero ahora, esa gente empieza a sospechar y a temer que no va a recibir más ayudas, y que ahí ha terminado todo. Y, si al parecer Yavé no piensa hacer nada más por ellos, con mayor motivo dudan que les sea entregada la tierra prometida. Y si todo esto es difícil de comprender, es todavía más duro de aceptar, porque aquella muchedumbre intuye, más allá de la menor duda, que casi con su sola presencia, Yavé pondría en fuga a los ejércitos cananeos. Pero lo cierto es que muy pocos han entendido que Yavé sabe perfectamente lo que hay que hacer. Para ellos es muy difícil de admitir algo que no les entra en la cabeza: que su dios jamás se va a poner de su lado para combatir contra otros pueblos. Están comenzando a comprender que:
Los dioses ayudan a los "" malos", cuando son más que los " buenos".
Los dioses ayudan a los "" malos", cuando son más que los " buenos".
Pero además ignoran algo que Yavé tiene bien presente: aquel pueblo que había vivido en Egipto muchos años, no tendría capacidad suficiente para defender sus tierras y ciudades en el supuesto e improbable caso de que él decidiera proporcionárselos. Los hebreos son un pueblo de pastores y artesanos que se ha cobijado en Egipto durante varios siglos, y los que se han puesto en marcha en ese éxodo son, sobre todo, hombres de más de cuarenta años, mujeres y niños. Es muy lógico y comprensible que el faraón no permitiera salir a jóvenes en edad de poder adiestrarse en el manejo de las armas. Una cosa es autorizar la salida de hombres maduros, ancianos, mujeres y niños de hasta quince años, y otra muy distinta, desprenderse de hombres aptos para el combate. Pero además sucede, que el pueblo de Israel desconoce casi por completo el arte de la guerra, y precisamente, esa será la causa de la derrota que unos dos años después, sufrirán a manos de los amorreos cerca de Cadesbarne (Dt. 1, 44). Así pues, deben esperar que esos niños, los que han salido con ellos de Egipto (Dt. 1, 39), y los que vayan naciendo en el desierto, se hagan hombres diestros en la lucha, para poder iniciar la conquista de la tierra prometida. Y más que para conquistar la tierra, para saber defenderla y poder mantenerla en su poder. Los hebreos deberán olvidar Egipto, adiestrarse en las armas y esperar muchos años para conseguir el sueño de sus padres: una tierra donde levantar una casa con un diminuto huerto donde plantar un olivo, una vid y una higuera.
Este comentario sobre el “codicioso” anhelo de aquel pueblo, me facilita el acceso a otra interpretación de la que deseo dejar constancia:
Los hebreos no permanecieron durante cuarenta años en el desierto del Sinaí. El cronista, el traductor o el santo inventor de historietas, confundió etapas con años; porque lo que resulta cierto es, que según consta en Núm. 33, las etapas desde que inician el éxodo en Rameses hasta que llegan a los llanos de Abarim, en las tierras de Moab, frente al monte Nebo y muere Moisés, sí que son cuarenta.
Cuarenta etapas, no cuarenta años.
No desapareció toda una generación tal y como consta en Dt. 1, 35-36, sólo transcurrió en tiempo necesario para que aquellos niños que abandonaron Egipto, y los otros que nacieron en el desierto, alcanzasen la plenitud de sus fuerzas físicas, y fuesen adiestrados en el uso de las armas. Esto sucedió en un espacio de tiempo de unos veinte años. Cuando los niños que salieron de Egipto contaban alrededor de los treinta o treinta y cinco años y los primeros nacidos en el Sinaí tenían unos veinte, en ese momento, los hebreos, con enorme decisión, casi con desesperación, se lanzaron a la conquista de los territorios de la margen derecha del río Jordán.
Cuarenta etapas, no cuarenta años.
No desapareció toda una generación tal y como consta en Dt. 1, 35-36, sólo transcurrió en tiempo necesario para que aquellos niños que abandonaron Egipto, y los otros que nacieron en el desierto, alcanzasen la plenitud de sus fuerzas físicas, y fuesen adiestrados en el uso de las armas. Esto sucedió en un espacio de tiempo de unos veinte años. Cuando los niños que salieron de Egipto contaban alrededor de los treinta o treinta y cinco años y los primeros nacidos en el Sinaí tenían unos veinte, en ese momento, los hebreos, con enorme decisión, casi con desesperación, se lanzaron a la conquista de los territorios de la margen derecha del río Jordán.
Pero de todas formas, si consideramos que la lucha dura ya más de tres mil años, tampoco es excesivamente importante que fuesen veinte o fuesen cuarenta los años vividos en el desierto.
La vida, la mera supervivencia en el desierto, es muy dura y arriesgada incluso para la gente que está acostumbrada a vivir en él, cuanto más, al resto de personas. Aunque el pueblo hebreo era eminentemente pastor, lo que en aquella época era tanto como decir nómada, y nos permite suponer que disponía de una cierta capacidad para sobrevivir, con independencia de los lugares por los que pudiera viajar, también debemos tener en cuenta que había estado albergado desde varios siglos atrás en las tierras de Gosen, y que allí llevaba una vida casi sedentaria. Si además, a todo esto añadimos que muchas familias habían quedado divididas y dolorosamente desgajadas cuando el faraón no ha consentido la salida de los hijos de más de quince años, tendremos que admitir que este panorama realista llega al grado de retrato deprimente. Sin embargo, y sin la menor duda, así estaban las cosas.
En ese momento del viaje, al parecer, el pueblo apenas tiene comida. Por una parte, la caza en el desierto es escasa y difícil, y un animal que tenía su hábitat en aquella zona como era el antílope órix de Arabia, además de escaso, no era fácil de capturar. Por otra parte, estaban muy acostumbrados al pan, ya fuera de trigo, de escanda, de cebada, e incluso en malos tiempos como los que estaban viviendo, panes de harinas de lentejas y de garbanzos, y lógicamente, lo echaban de menos. Sin embargo, y aunque eso es lo que parece dar a entender Éx. 16, 3, no es la comida lo que realmente les preocupa, puesto que en caso de extrema necesidad tienen el ganado. Lo que de verdad les angustia es la gran escasez de agua. Algo, que por otra parte, no es demasiado extraño cuando andas de viaje por un desierto.
Entonces, ¿cómo se entiende que cuando piden agua, Yavé les dé comida?
Pues muy sencillo: porque, tal y como en este mismo capítulo comprobaremos, el maná no era una comida corriente y tradicional.
Pero sea como fuere, aquella gente ”andaba disgustadilla”, y, en su desesperación, como siempre ha ocurrido y siempre ocurrirá, los hombres buscan un culpable. En el caso presente no deben esforzarse mucho; si hay algún responsable de que ellos se encuentren allí en ese momento, ese es Moisés, y por lo tanto, a él le interpelan:
“¿Por qué no hemos muerto de manos de Yavé en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan? Nos habéis traído al desierto para matar de hambre a toda esta muchedumbre”. (Éx. 16, 3)
Moisés sabe que existe mucho descontento entre el pueblo, y además comprende y admite, que hay un fundamento para ello. Pero eso no es obstáculo para que pregunte a la multitud: ¿Pensáis que yo soy el culpable?; ¿estáis pidiendo explicaciones a Yavé?; ¿no es cierto que el faraón ya os odiaba desde hace muchos años? Además, ya os dije que yo sólo era la boca de Yavé; fuisteis vosotros mismos, junto con los ancianos, quienes consentisteis para que yo negociase con el rey egipcio.
De todas formas, ante el aspecto que están tomando los acontecimientos, y siguiendo las indicaciones que ha recibido, Moisés se pone en contacto con Yavé y le informa de las difíciles circunstancias por las que atraviesa el pueblo. Y tal y como Moisés suponía, el Señor de la Gloria tiene la solución.
Ahora, aquel que disponga de un ejemplar del Pentateuco, debería leer íntegramente el capítulo dieciséis.
.../...
Mi ingenuidad y yo vamos a suponer, que cada lector, haciendo caso de esta recomendación, algo yo no he dudado que todos harían, se ha abalanzado sobre su ejemplar de la Biblia y ha leído con auténtica avidez ese capítulo dieciséis. Como consecuencia, ya podemos hacer una mesa redonda, comentarlo e intentar una interpretación coherente.
El asunto, tal y como consta en los textos bíblicos, está bastante claro. Aunque tal vez, si lo expresamos con otras palabras menos afortunadas pero de más fácil comprensión y adaptando un poco aquel lenguaje al que utilizamos en estos días, posiblemente consigamos terminar de entender el verdadero contenido y significado de ese capítulo dieciséis.
Yavé reconoce que aquella muchedumbre tiene una buena parte de razón. Se les ha llevado hasta allí, y al menos por algún tiempo, se les debe proporcionar agua y pan. El tema además no admite demora, y él, por supuesto, tiene la solución.
La Gloria, con sus potentes motores generadores de viento abate y deposita en tierra una inmensa bandada de codornices que cubren varias hectáreas de desierto en los alrededores del campamento. Aquel día y los siguientes, los hebreos se ponen hasta las cejas de comer pájaros. Pero aquella iniciativa, aquella primera providencia, es muy provisional, y como ya se debía decir entonces:
Esto es pan para hoy y hambre para mañana.
Yavé se debe ocupar de la supervivencia de aquel pueblo de una forma más organizada, más constante y un poco menos pintoresca.
Recordemos y repasemos juntos algunos de esos versículos que el lector acaba de devorar en su ejemplar de la Biblia.
Éx. 16, 10: Mientras hablaba Arón a toda la asamblea de los hijos de Israel, volviéronse éstos de cara al desierto y apareció la Gloria de Yavé en la nube.
Ya tenemos una posible solución: un puente aéreo.
Existen al menos dos maneras para aprovisionar de alimentos a una muchedumbre:
Primera: Obteniendo los víveres ya elaborados.
Segunda: Consiguiendo o fabricando “in situ” los productos que se van a consumir.
Y si bien es verdad, que resulta difícil imaginar a Yavé trabajando en una fabrica de pastas con miel, tampoco es fácil admitir que todos los días fuese a la compra. De cualquier manera, sea cual sea el sistema, los comestibles deberán ser transportados o al menos distribuidos en las inmediaciones del campamento.
Ex. 16, 4: Voy a haceros llover comida del cielo.
Ex. 16, 7: A la mañana veréis la Gloria de Yavé
Ex. 16, 8: Tendréis pan a saciedad.
Y efectivamente, la Gloria hace llover comida del cielo y trae pan a saciedad.
Ex. 16, 13: A la mañana había en todo el campo una capa de rocío.
Ex. 16, 14: Cuando el rocío se evaporó, quedaron granos como de escarcha.
Éx. 16, 21: Todas las mañanas recogían el maná y cuando el sol dejaba sentir sus ardores, se liquidaba. (Se hacía liquido, se derretía)
Éx. 16, 23: ...Todo lo que tengáis que cocer, cocedlo y todo lo que tengáis que hervir, hervidlo.
Éx. 16, 31: Los israelitas llamaban a este alimento maná. Era parecido a la semilla del cilantro, blanco, y su sabor como torta de miel.
Se debe poner una especial atención en palabras tales como rocío, evaporación, escarcha y derretir. Son vocablos, que además de tener mucha relación con el frío y los procesos de condensación, traen a nuestra mente algo que es de inapreciable valor en un desierto: el agua. Y tampoco debemos olvidar que:
Lo recogían por la mañana, antes de que calentase el sol, y que después se derretía.
Núm. 11, 6-9: El maná era parecido a la semilla del cilantro, blanco, y tenía un sabor como de torta de harina de trigo amasada con miel. Se esparcía el pueblo para recogerlo, y lo molían en molinos o lo majaban en morteros, y cociéndolo en una caldera, hacían de él tortas, que tenían un sabor como de pasta amasada con aceite.
Recordemos: Éx. 16, 21: ... y cuando el sol dejaba sentir sus ardores, el resto se liquidaba.
Nadie duda, y si lo hace no debería hacerlo, que tal y como consta en el versículo veintiuno de Éxodo catorce, esa nave estelar de Yavé estaba capacitada para generar vientos cálidos. Pues bien, de la misma forma, estaría dotada de una tecnología suficiente para realizar una operación frigorífica. Además, en el desierto del Sinaí, y esto debe tenerse bien presente, durante la noche hace bastante frío, y no es extraño que la temperatura descienda hasta los cero grados centígrados. El pueblo sólo tenía que salir a primera hora del día, recoger en artesas de madera o en recipientes de barro aquella especie de rocío, y cuando el calor arreciaba, filtrar el agua a otro recipiente y dejar secar la masa sólida. Con esta operación obtenían harina para el pan, y con el rocío o la escarcha conseguían el agua.
Según consta en el versículo dieciséis, era un ómer por cabeza lo que debían recoger; esta cantidad suponía algo más de cuatro litros de maná para cada uno.
Y ahora una nueva pregunta; tal vez, la más importante de este tema.
¿Dónde obtenía Yavé ese alimento? ¿Era una sustancia silvestre? ¿O tal y como he apuntado antes, el maná era un producto elaborado o fabricado por Yavé?
Es posible, aunque muy poco probable, que Yavé se dedicase a obtener productos comestibles para los hebreos y que después los transportase hasta el Sinaí. Para aquellos que piensen de esa manera, tenemos que recordar que en el mismo Sinaí abunda un arbusto llamado tarfa, que rezuma una sustancia comestible de gusto a miel. También debemos saber que en Turquía crece, aunque crezca poco pues es de poca alzada, un arbusto espinoso llamado alhagi que segrega una sustancia análoga a la miel, que se recoge cristalizada en vasijas de barro durante la noche, y que tiene forma de granos rojizos. Esta sustancia se utiliza como alimento. Adviertan: Es granulado, es dulzón, se puede moler y cocer en pasta. Y puesto que es un alimento que aparentemente muestra las características del maná, podemos admitir que Yavé, por razones que no consigo comprender, recogiese ese producto en la región de Turquía y luego lo transportaba y depositaba en el Sinaí.
Es posible y, si lo intentamos podemos admitirlo; pero a mí me parece un poco-bastante forzado y no demasiado creíble. No me resulta fácil imaginar a Yavé recogiendo alhagi por los campos de Turquía, o patatas en las planicies andinas del Perú. Y más, si tenemos en cuenta que el granero del mundo antiguo, que por aquellos tiempos era Egipto, se encontraba allí mismo, a tiro de piedra.
Por otra parte, en los textos bíblicos nos encontramos con un par de indicaciones que nos obligan a meditar sobre ellas, y que deberíamos tener muy en cuenta. Ese par de acotaciones resultan un buen indicio que nos permite suponer, y casi nos está obligando a pensar, que el maná pudiera ser un producto de laboratorio.
Primera.
Con independencia de plantas, líquenes, algas y algunas otras sustancias, más o menos volátiles, la realidad incuestionable es que el maná era un alimento desconocido para aquellos hombres. Su extrañeza y la pregunta ¿esto que es?, así lo demuestran. Además, esta confirmación de alimento nuevo y extraño, la encontramos en los siguientes versículos... te alimentó con el maná, que no conocieron tus padres. (Dt. 8, 3) Para mí resulta casi inconcebible esto de un alimento desconocido.
Debemos tener en muy en cuenta, que aquellas gentes, en aquellos tiempos, sabían reconocer a la perfección todo lo que fuera comestible; la necesidad y el imperativo del hambre les había obligado a ello. Gentes que comían saltamontes (Lev. 11,22), no hubiesen pasado por alto la posibilidad de compensar su carestía de alimentos mediante una planta silvestre. Por lo tanto, si aquel alimento les resultaba desconocido era por la sencilla razón de que no existía; al menos, no existía por allí. Y resulta, que si era tarfa, se daba allí mismo, en el Sinaí, y si era alhagi, se encontraba en las tierras de lo que ahora es Turquía, y para una tribu nómada, se puede decir que estaba a tiro de arco de Canán. Abraham, por ejemplo, cuando se hallaba en Jarán, estaba muy cerca, pero muy cerca de Turquía.
Debemos tener en muy en cuenta, que aquellas gentes, en aquellos tiempos, sabían reconocer a la perfección todo lo que fuera comestible; la necesidad y el imperativo del hambre les había obligado a ello. Gentes que comían saltamontes (Lev. 11,22), no hubiesen pasado por alto la posibilidad de compensar su carestía de alimentos mediante una planta silvestre. Por lo tanto, si aquel alimento les resultaba desconocido era por la sencilla razón de que no existía; al menos, no existía por allí. Y resulta, que si era tarfa, se daba allí mismo, en el Sinaí, y si era alhagi, se encontraba en las tierras de lo que ahora es Turquía, y para una tribu nómada, se puede decir que estaba a tiro de arco de Canán. Abraham, por ejemplo, cuando se hallaba en Jarán, estaba muy cerca, pero muy cerca de Turquía.
Segunda.
Por otra parte, debemos admitir y reconocer que ese alimento se “despacha” dosificado. Cada hebreo tendrá su ración. No podrán tomar ni un poco más ni un poco menos; y además, con una periodicidad diaria, y con la advertencia de que caducaba a las veinticuatro horas. Utilizando las palabras tópicas, un médico lo recetaría así:
“De este maná, me toman ustedes todos los días un ómer por cabeza; no me dejan nada para el día siguiente; y por favor, nunca me coman de la ración del día anterior”.
Alguien se ha preguntado el motivo por el que Yavé suministraba el maná día a día? A nadie, que no fuese un defensor a ultranza del consumo de productos frescos, le hubiese extrañado que se realizase el abastecimiento una sola vez a la semana.
Por estas dos razones que acabo de exponer ––si se me permite, y no dudo que cuento con su permiso––, me inclino a mantener mi teoría de que aquella papilla conocida como maná, era un producto elaborado en la nave ––al menos una parte de sus componentes––, y que además de servir como indudable sustento o complemento para una dieta, tenía también una beneficiosa utilidad como medicamento o prevención contra una presente ––presente de aquel entonces––, o contra una futura enfermedad o carencia física.
Yavé gozaba de un poder inmenso, y en esas condiciones podía haber abastecido al pueblo elegido con algún otro alimento. Debemos reconocer, aunque sólo sea porque así lo hacen constar los mismos hebreos en sus quejas en Núm. 11, 4-6, que aquel régimen alimenticio no les resultaba muy apetecible. No obstante, día tras día, Yavé insiste en ese mismo menú. ¿Qué utilidad obtenía Yavé por el hecho de que el pueblo recibiese fresco y del día una dosis de racionamiento del maná? ¿Cuál era la prueba que esa rutina apartaba?
He mencionado la palabra prueba, porque, obsérvese, que tanto en Éx. 16 como en Dt. 8, dos secciones en las que se trata del maná, se hace constar el verbo probar. En el capítulo siguiente trataremos con una cierta extensión sobre este asunto de las pruebas, pero aquí, anticipándome a ese capítulo, deseo intercalar una nueva llamada de atención que, en mi opinión, constituye uno más de los refuerzos de mi teoría cuando afirmo que los Señores del Cosmos únicamente pretendieron ayudar a los hombres.
En Éx. 16, 32, Moisés nos dice: “Yavé ha ordenado que se llene un ómer de maná para conservarlo y que puedan ver nuestros descendientes el pan con que yo os he alimentado en el desierto cuando os saqué de la tierra de Egipto”.
Por supuesto, que Yavé no ordenó guardar un ómer de maná ya elaborado y dispuesto para ser consumido, pero sí que mostró su deseo e intención para que en una vasija quedase una muestra de los componentes de un medicamento, de una semilla o de un fruto, que resultaba sumamente beneficioso para la salud de los hombres. Un producto en bolitas pequeñas y blancas (una cosa menuda, como granos, parecida a la escarcha. Éx.16, 14) que se molía o majaba, se amasaba, se cocía y se comía como una pasta de pan. Todo lo demás, aquello que se hizo constar en los versículos 33 y34, es puro folclore levita.
¿Cuánto tiempo duró este abastecimiento?
Ni un día más de los que Yavé estuvo en nuestro planeta. Y tal y como yo interpreto que sucedió, Yavé se marchó de aquí cuando pocos días después de terminado el tabernáculo y todo su mobiliario, se levantó el campamento del Sinaí al pie de la montaña. En ese momento se suspendió el suministro, y por lo tanto, se acabó el maná. Así pues, este alimento-medicamento les fue proporcionado a los israelitas durante menos de un año.
De todas formas, en este asunto de la obtención de alimentos, me refiero a comida normal, y no estoy hablando del maná, deberíamos recordar, que según consta en Éx. 24,11 y 32, 6, en alguna ocasión, disfrutando de un merecido alivio a la severa dieta suministrada en forma de papilla, los hebreos comen, beben, e incluso bailan. Y por otra parte, se debería meditar con una pizca de detenimiento en estos cinco argumentos:
Primero. Cuando el pueblo llega al monte de Horeb, tiene cubierta su necesidad más apremiante: el agua.
Segundo. Los egipcios tienen trigo.
Tercero. El pueblo de Israel tiene oro y plata.
Cuarto. Los egipcios saben que Israel tiene oro y plata.
Quinto. Una caravana de caballerías tarda unos diez o doce días en un viaje de ida y vuelta desde Etam hasta Horeb.
En esas circunstancias, sin efectuar ningún alarde de interpretación, deberíamos admitir que aquellos astutos y diligentes mercaderes, posiblemente colapsarían con su incesante tráfico de mercancías, todos los caminos del Sinaí que condujesen al campamento hebreo. Y por lo tanto cabe preguntarse: ¿si no es como medicina, para qué necesita el pueblo de Israel un alimento como el maná? Un “manjar”, que ni siquiera les gusta.
¿Para que va a ser?. ¿Acaso no consta la respuesta en el Éx. 16, 4?: ese potaje era suministrado para ponerle a “prueba”.
A prueba, ¿para qué?
¡Sabe Dios!
El pueblo hebreo, en su éxodo por los desiertos del Sinaí, padece sed y hambre. Yavé proporciona la solución. El mana, un alimento medicina.
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