Capítulo XXI - El altar de los perfumes


Éx. 30, 1-10
(1) Harás también un altar para quemar en él incienso. Lo harás de madera de acacia, (2) de un codo de largo, un codo de ancho, cuadrado y de dos codos de alto. Sus cuernos harán cuerpo con él. (3) Lo revestirás de oro puro por arriba, por los lados todo en torno y los cuernos, y harás todo en derredor una moldura de oro. (4) Harás para él dos anillos de oro para cada dos de sus lados y los pondrás debajo de la moldura a ambos lados, para las barras con que puedan transportarse. (5) Las barras serán de madera de acacia y las revestirás de oro. (6) Colocarás el altar delante del velo que oculta el arca del testimonio y el propiciatorio que está sobre el testimonio, allí donde yo he de encontrarme contigo. (7) Arón quemará en él el incienso; lo quemará todas las mañanas, al preparar las lámparas, (8) y entre dos luces, cuando las ponga en el candelabro. Así se quemará el incienso ante Yavé perpetuamente entre vuestros descendientes. (9) No ofrecerás sobre el altar ningún perfume profano, ni holocausto, ni ofrendas, ni derramaréis sobre él ninguna libación. (10) Arón hará la expiación sobre los cuernos del altar, una vez por año, con la sangre de la víctima expiatoria; y la expiación la hará una vez por año, de generación en generación. Este altar es santísimo en honor a Yavé”.

Lo primero que se debe señalar, antes de iniciar los comentarios sobre este ”altar con cuernos”, es constatar que en ningún versículo se hace referencia al número exacto de cuernos que luce este mueble, y que, aunque posiblemente fuesen cuatro, no hay fundamento para no admitir que este utensilio estuviese adornado con dos, con ocho o con doce puntas. Ya es raro que un mueble tenga cuernos, pero, ya que los tiene, que por lo menos nos digan cuantos.
Hechas esta anotación pasamos al tema de los óleos.

Conviene tener muy en cuenta que la utilización de los inciensos, debido a su diversidad, pureza, mezclas con otras fragancias, modos de combustión, etcétera, supone un rito con una respetable complicación, y por lo tanto, el estudio de todo ese tema nos obligaría a internarnos en una serie de estudios y análisis que están muy alejados del propósito de este ensayo.
De cualquier forma, entiendo como inevitable resaltar que el incienso utilizado en el Tabernáculo, tal y como se afirma en Lev. 10, 1, precisaba de unas brasas.
Ahora, es necesario realizar dos precisiones:

Primera.
Si desestimamos el emplazamiento que en la introducción a la segunda parte de este trabajo se ha propuesto para la permanencia de aquella muchedumbre en las playas del mar Rojo, y que, como recordará algún lector, quedaba establecido en la costa occidental del golfo de Aqaba; si tampoco aceptamos aquella segunda opción de asentamiento en el oasis de Feirán, y si por el contrario, nos atenemos al tradicional enclave del campamento hebreo al pie del Yebel Musa, en la escabrosa y árida montaña del Sinaí, dentro de la abrupta cordillera de la parte meridional de esa península, nos encontraremos con una indiscutible realidad: aquellas gentes, en aquel desierto, rodeados de animales, sin poder lavar las ropas y con una notable escasez de agua, posiblemente no resultasen un ejemplo del más exquisito y esmerado aseo.
A estos efectos deberemos reconocer, que tal vez los egipcios no resultasen unos maniáticos de la limpieza, sin embargo, por lo que sabemos de su forma de vida, tendremos que admitir que los súbditos del faraón estaban muy acostumbrados a lavarse; no en vano vivían junto a un magnifico río. Se sabe, por ejemplo, que antes y después de las comidas, lavaban sus manos, y que el acetre, el aguamanil y la jarra, estaban presentes en todas las casas. Y, por supuesto, lo que tampoco deberíamos olvidar, es que aquella muchedumbre de hijos de Israel estaba constituida por egipcios. Claro, que resulta muy cierto, que hebreos, egipcios o suecos, en un desierto y con el botijo vacío, se lavan muy mal. Por lo tanto, y sin ninguna duda, debían apestar. Y además, con todo el derecho del mundo, puesto que por muy limpio que seas, si no puedes lavarte, la única opción que te queda es estar sucio y oler mal. A menos que...
A menos que, para camuflar los olores te impregnes de perfumes y fragancias o que recurras a los inciensos.
Por lo tanto, teniendo en cuenta, tal y como después veremos, que los incensarios y perfumadores eran artículos sumamente frecuentes en aquellos tiempos, deberemos reconocer que, en principio, fue la carencia o al menos la escasez de agua, el motivo casi determinante, por el que Yavé ordenó la fabricación de este “altar” de los inciensos, de los perfumes y de las resinas.
Y sí, he dicho en principio ; pronto veremos la razón.

Segunda.
Ahora, en los tiempos actuales, un altar es una mesa, un tablero e incluso un mostrador, sin embargo, en tiempos del Éxodo, la palabra altar no tenía ese mismo significado. Entonces, un altar era una pequeña construcción, un sencillo túmulo de tierra y piedras sobre el que se prendía fuego en un hogar o parrilla. Tenía, por lo tanto, un significado muy semejante a lumbre, brasero, horno o fogón, pero siempre, en relación con una divinidad.
Y esta segunda precisión nos conduce a un nuevo dilema; algo parecido a lo que nos sucedió cuando tratamos el asunto de los querubines. La nueva dificultad, que en forma de contradicción, encontramos en este episodio, es que, según consta en los textos bíblicos, estamos tratando y haciendo referencia a un altar.
Bueno, dirán los ungidos, ¿y eso qué significa?; ya sabemos que estamos hablando de un altar.
Pues significa, que no deberíamos olvidar lo que dice Éx. 20, 24. Allí, Yavé prohibió que se hiciesen altares que no fueran de tierra o piedras, y resulta, que este altar del incienso es de madera y oro. Igual sucede con el otro altar, el de los holocaustos, del que trataremos en el capítulo siguiente, y que está construido con madera y cobre-bronce. Por lo tanto, así a primera vista, es indudable que se infringió una de las cláusulas de la Alianza: Me alzarás un altar de tierra… si me alzas altar de piedras, no lo harás con piedras labradas…
Sin embargo, como sucede con frecuencia, las apariencias engañan, y tampoco en esta ocasión se quebrantó el pacto. Y, ¿saben ustedes por qué?
Pues el motivo, tal y como diría el sagaz detective inglés, es elemental. No se incumplió el pacto con Yavé, porque ninguno de estos dos muebles era un altar. Y si no eran altares, podían estar construidos en cualquier material sin contravenir la Alianza. Este mueble de los perfumes es un incensario, y el otro mueble, el “altar” de los holocaustos, es una red-rejilla montada sobre un bastidor de madera. Por lo tanto, y aunque a mi doloroso pesar esto suponga dejar al descubierto una nueva evidencia del acreditado despiste levítico sacerdotal, deberemos reconocer que estos altares del incienso y de los holocaustos, ni siquiera eran altares, y por lo tanto, el dilema tampoco es dilema.
De todas formas, una vez hechas estas precisiones, y con el objeto de no liarnos demasiado, y aunque sepamos con absoluta certeza que no son altares, seguiremos refiriéndonos a ellos como altares.
Vamos ahora en busca de una interpretación lógica para este nuevo utensilio. Y para ello se nos ofrecen tres alternativas en cuanto a la utilidad y función de este mueble.



Primera alternativa.
Atendiendo a una triple orden de Yavé, a un mandato relacionado con la limpieza y la higiene, o lo que es lo mismo, una disposición vinculada con la santidad, Moisés dispone la construcción de:
a) un incensario-pebetero.
b) una pileta o depósito de agua.
c) se ocupa de la elaboración de los óleos y del timiama.
Según esta primera alternativa, este altar de los inciensos no es otra cosa sino un perfumador o incensario-brasero, tal y como se utilizaba en oriente desde hacía muchos años.
Este cachivache solía consistir en una especie de mesita común de cuatro patas o incluso trípode, que en su parte superior tenía colocada una bandeja-incensario o cenicero, que con frecuencia era desmontable con el objeto de facilitar su limpieza. Algunos de estos muebles, que podían alcanzar un peso muy respetable, estaban dotados de ruedas para ser desplazados por las distintas dependencias de un palacio o de un templo. Su utilidad era la de perfumar, purificar el ambiente y alejar a los insectos. En la actualidad, por razones sociales, culturales, sanitarias, etcétera, es casi imposible encontrar un recinto publico que esté dotado de perfumadores o quemadores de esencias. Ha sucedido lo mismo que con otros artilugios, que hasta hace relativamente pocos años, eran muy frecuentes y casi imprescindibles; me estoy refiriendo a las “higiénicas” escupideras y los “serviciales y sanitarios” pericos.
Durante muchos siglos, en grandes casas, edificios públicos y, sobre todo en los templos, no podía faltar la hornilla-desinfectante, pebetero o incensario. Algunos de ellos, como el muy famoso de cierta catedral española, eran de un considerable tamaño.
Por estas razones señaladas, hubiera sido muy llamativo que en el tabernáculo no hubiese existido un “brasero perfumador”. Pero, si bien es cierto que no debe llamarnos la atención la existencia de un recipiente perfumador, no podemos afirmar lo mismo del hecho de que ese objeto tenga cuernos. No obstante, tal y como en su momento veremos y, aunque así, a primera vista pueda parecernos increíble, esos cuernos tenían su plena justificación. Y por cierto, la correcta interpretación que aquí se ofrecerá, y que justifica la existencia de esos cuernos, está muy alejada de la recurrente conclusión levítica, que ha mantenido durante muchos años una historieta que asegura que esos cuernos suponen una especie de burladero que daba refugio y seguridad al perseguido: ras con ras, mi puerta cerrá.

Segunda alternativa.
Teniendo en cuenta los versículos 1, 6 y 10 de Éxodo 30, donde se especifica el cómo, el dónde y el cuándo de la utilización de los inciensos, debemos estimar como muy posible, que la intención de Moisés al utilizar el humo de la combustión fuese la de ocultar el ”ceremonial” que realizaba el sacerdote para su comunicación con Yavé.

Tercera alternativa.
Sin excluir las dos opciones anteriores, tampoco podemos despreciar una tercera posible utilización de ese altar:
Yavé ordena la construcción de una bandeja brasero en la cual, y con un propósito muy determinado, deberá incinerarse, vaporizarse y extenderse por todo el recinto, un desconocido y extraño producto elaborado bajo la supervisión de los viajeros de la Gloria. En su momento, cuando abordemos el tema de los óleos de la unción trataremos esta tercera alternativa.

Debo admitir que sé que se están acumulando muchas promesas, pero tengan la seguridad de que todas serán cumplidas.



El altar del incienso, se utilice o se emplee para una cosa o para otra, además de la llamativa cornamenta, está dotado de otras características que debemos hacer notar y tratar brevemente:
Como primera particularidad, hay que considerar que este mueble, únicamente está revestido de oro en su parte superior, y que sus cuernos harán un cuerpo con él, o sea, que las broncíneas, mejor, cobrizas protuberancias, tienen que estar en total y absoluto contacto con esa bandeja metálica sobre la que se incinerará la fragante mixtura. Y nosotros, que sabemos que Yavé no era un caprichoso, no preguntamos: ¿por qué?, ¿cuál es el motivo que justifica esa orden del Señor de la Gloria?

Como segunda rasgo distintivo, o más o menos llamativo, deberemos admitir que igual que ocurría con la 'mesa de los panes',  es bastante extraño que siendo éste un mueble sumamente sencillo, y por lo tanto con un peso muy reducido, se nos presente dotado de barras de transporte. Sin embargo, esta circunstancia quedaría plenamente excusada, si al igual que sucede con la mesa de los panes, viniese determinada y obligada por la sensibilidad y la fragilidad del utensilio. O sea, que las barras de transporte estarían muy justificadas, si aquel “altar” estuviese dotado de unos cuernos muy delicados.

Y en lo referente a las anillas para las barras de transporte, resulta muy curiosa, incluso original, las distintas maneras de reseñar su construcción en cuatro muebles distintos, arca, mesa, altar de holocaustos y altar de perfumes. Si leemos Éx. 25, 12; 25, 26; 27,4 y 30, 4, observaremos el alarde del sacerdote-redactor para variar la descripción queriendo decir lo mismo. ¿O era sólo por liarla?

La tercera característica se nos describe en los versículos siete y ocho de ese capítulo treinta, cuando se ordena que se prenda el incienso dos veces al día.
Y nosotros nos preguntamos: ¿y eso?
Y nosotros nos respondemos: por algo será.

La cuarta peculiaridad es la que refleja la orden de Yavé cuando prohíbe que la bandeja de ese mueble crematorio sea utilizada para otros fines, y proscribe que se incineren otros productos o se derrame algún liquido sobre ella. ¿Cuál puede ser la justificación?

Por último, como quinta particularidad del “altar de oro”, nos encontramos con la orden de Yavé, para que una vez al año, tal y como consta en el versículo diez, se efectúe un rito, que no he podido identificar plenamente, pero que los “sabios" sacerdotes han interpretado como de expiación y arrepentimiento. Al parecer, y según aquellos sacerdotes, Yavé había impuesto esta condición:
Si todos los años me dais una manita de sangre al pebetero, yo, a cambio, os perdonaré los pecados.

Y creo que éste es el lugar y el momento más adecuados para efectuar un breve comentario sobre una frase de ese versículo diez de Éx. 30.
En ese verso se puede apreciar muy claramente aquello que hice constar cuando, al iniciar el capítulo sobre el arca, me referí a los “piadosos” añadidos dentro de un versículo. La frase en cuestión, refiriéndose al producto líquido necesario para la expiación, especifica: ...con la sangre de la víctima expiatoria;



Ese parrafito enquistado” en ese versículo diez no es más que otro típico invento sacerdotal destinado, sin la menor duda, a dar justificación y cobertura al sacrificio de las reses junto al tabernáculo, o sea, para facilitar la ungida manduca en el bendito refectorio.

Yo no dispongo de argumentos para negar que Yavé pudiera haber ordenado, que una vez al año se efectuara algún tipo de ceremonia. No es que lo crea sin la mínima reserva; no obstante, a pesar de este escepticismo mío, debo admitir que puedo estar equivocado y que por alguna razón que yo no alcanzo a comprender, Yavé dispusiera que se realizase ese rito o alguno parecido. Tal vez,  de igual manera que ocurría con el candelabro, ese disposición se decretara para la limpieza, conservación y mantenimiento. Pero en lo que no tengo ninguna duda, es en desmentir ese falaz e interesado mandato levítico que hace constar que se deben impregnar con sangre los cuernos del altar. No me resulta fácil, imaginar a Yavé relacionando el posible arrepentimiento de los hombres con el derramamiento de la sangre de una cabra. No es que me sea difícil, es que me resulta imposible.

Sin embargo, el verbo expiar presenta como sinónimos los verbos lavar y lustrar. Y esto me siguiere, que quizás, Yavé pudo ordenar que una vez al año, en una fecha determinada, y sin ningún tipo de ceremonial, se efectuase una limpieza a fondo de aquella bandeja y de sus cuernos. Algo, que como luego entenderemos perfectamente, resultaría muy útil y adecuado para el correcto funcionamiento del “altar de los inciensos”. Naturalmente, que esa operación de limpieza y lustre, fue entendida por los sacerdotes levitas como un acto de arrepentimiento y desagravio, durante el cual, y en contra de lo que había ordenado expresamente Yavé en el versículo nueve, había que embadurnar los cuernos del “altar” con la sangre de una res, mientras que el sumo sacerdote y sus hijos daban buena cuenta de la piadosa ofrenda a la acogedora sombra del tabernáculo (Éx. 29).

Ahora nuevamente me dirijo a usted. Sí, sí, a usted, mi tenaz y resistente lector:
Supongamos, que en vez de venir a la Tierra hace tres mil trescientos años, Yavé se presenta ante nosotros en estos tiempos al principio del tercer milenio de la Era Común. Supongamos también, que usted mismo, en compañía de varios miles de personas, es testigo del suceso. Y por suponer, seguimos suponiendo, que por las razones que sean, y a pesar de que usted se encuentra allí mismo, Yavé sólo habla con unos pocos elegidos. Después, son esos afortunados, o sea, los ungidos sacerdotes y políticos de siempre, los que, asegurando que se ha firmado un pacto, desde su estrado informan a la multitud allí presente.
Este es su mensaje de los ungidos y sus asociados:
Yavé nos ha ordenado con toda exactitud y concreción lo que debemos hacer los sacerdotes y los políticos profesionales: 



Primero. Para quemar perfumes, debemos hacer un altar de oro que tenga unos cuernos también de oro. 

Respuesta de la multitud: Amén.


Segundo. Todos los años, en días señalados, sacrificaremos unos novillos, que luego nosotros comeremos con nuestros hijos, pero sin que el pueblo partícipe en el ágape. 

Respuesta de la multitud: Amén.
Tercero. Con la sangre de ese novillo debemos rociar los cuernos del altar.
Respuesta de la multitud: Amén. 


Cuarto: Con esa misma sangre, también impregnaremos la oreja derecha, el dedo pulgar de la mano derecha y el dedo gordo del pie derecho del sumo sacerdote. (Éx. 29, 20).
Respuesta de la multitud: Amén.


Los sacerdotes concluyen: De momento eso es todo. Alabado sea Yavé.
Aunque usted contesta, ¡vale tío!, el resto de la piadosa muchedumbre que le rodea responde: Amén.


Cuando usted, mi perplejo lector, ha terminado de escuchar ese mensaje, no tiene más remedio que comentar a la persona que se encuentra a su lado:
Estos pájaros siempre lo mismo; saben lo mal que les sienta el vino, pero ellos dale que dale a la frasca.

Se puede ser creyente o no, pero si algo resulta evidente después de leer e interpretar con lógica las Escrituras, es la rotunda certeza de que Yavé no se presentó ante los hombres para ordenar disparates y supersticiones absurdas, consistentes en pintarse orejas y dedos o agarrarse a unos cuernos. Quien así lo piense y lo difunda, además de pretender burlarse del resto de la humanidad, está faltando gravemente al respeto que se debe a nuestros ilustres visitantes.

Y ahora se me presenta una excelente ocasión para efectuar una puntual aclaración respecto a eso de impregnar de sangre el lóbulo de la oreja y los pulgares de las manos y pies derechos (Éx. 29, 20). Y tal vez, esta breve explicación nos ayude a comprender determinadas interpretaciones que aquellos hombres hicieron hace miles de años.
Lo primero que nos llama la atención es que, tanto los pulgares como los lóbulos de las orejas son terminales nerviosos de la cabeza y de las extremidades; y que los vasos sanguíneos de los dedos de los pies son los más alejados del corazón.
Y podemos preguntarnos: ¿qué nos quiso decir Yavé cuando señaló esas zonas anatómicas?
Pues, yo no lo sé; pero tal vez algunos médicos sí que lo sepan; no digo todos los galenos, sólo digo algunos. De todas formas, parece innegable que aquellos visitantes pretendieron mostrarnos unos puntos concretos de nuestro organismo que son especialmente sensibles e idóneos para un estudio genético, diagnóstico o para alguna terapia. Lo que resulta muy poco probable es que el Señor de los Cielos anduviese recomendando que se impregnasen de sangre de oveja las orejas de los sacerdotes.
En esta Era Espacial en la que prácticamente acaba de entrar la humanidad, los estudios y experimentos médicos especializados en posibles enfermedades y dolencias relacionadas con los viajes fuera de la órbita de nuestro planeta, han demostrado, al parecer, que un parche impregnado de un medicamento adecuado y colocado detrás del lóbulo de la oreja, puede resultar idóneo para combatir determinados trastornos y molestias que padecen los astronautas, como por ejemplo, para evitar el mareo y otras consecuencias de la falta de gravedad. Esa terapia, ese medicamento, esa sustancia impregnando la oreja, pudo ser aplicada a algunos hebreos para el tratamiento de algunas enfermedades o dolencias. Naturalmente, entre ese parche terapéutico y una mancha de sangre de cordero, existe una pequeña diferencia, pero esa diferencia no sería ni grande ni pequeña, y ni siquiera supondría una diferencia, a los ojos de unos pastores de hace más de tres mil años.

Como conclusión y recapitulación de estas interpretaciones sobre la orden de Yavé de construir ese velador-bandeja con cuernos, debo decir que:
Uno. Que este mueble servía para perfumar, desinfectar y desinsectar el recinto del tabernáculo.
Dos. Que todos los días dos veces (por la mañana y al anochecer) y, por supuesto, el día de la expiación, la nube de incienso escondía todo aquello que sucedía tras el velo, y nadie podía ser testigo de la oculta manipulación que el sumo sacerdote hacía sobre el candelabro o con el pectoral.
Tres. Que está dentro de lo posible, que en ese altar se vaporizara una sustancia oleosa con un fin muy determinado.
Y cuatro. Que, como veremos en su momento, ese asunto de los cuernos tiene una plena justificación.



En el mundo antiguo y todavía en estos tiempos actuales, sobre todo en determinados países y culturas, la importancia del perfume fue y es tan considerable, que constituye una parte nada despreciable de su civilización y, por supuesto, de su economía. Cualquiera que haya tenido la suerte de viajar por los países del próximo oriente, me dará la razón. El entusiasmo por el negocio de los perfumes es evidente, y esa costumbre, casi fervor, por los aromas, fragancias e inciensos, no es algo de nuestros días. Claro que no es necesario irse a Oriente; basta con recordar los televisivos anuncios de aguas de colonia y perfumes de las épocas navideñas y demás festividades dedicadas a la nueva y piadosa devoción del Santo Regalo.
Que los perfumes han jugado un papel muy importante para los hombres, y por supuesto para las mujeres, lo demuestra el hecho de que en busca de las especies con las que fabricar las esencias, en un momento de la historia de la humanidad, el hombre recorrió el medio mundo conocido y descubrió el otro medio. Por esta razón, casi podríamos afirmar que hubiera resultado muy extraño que en aquellos textos bíblicos, que de alguna manera fueron espejo y fiel reflejo de las costumbres de la época, no hubiéramos hallado alguna referencia a este tema.

En el capítulo treinta del Éxodo, y con posterioridad en el treinta y siete, se trata sobre esta materia; se hace mención de su fabricación y se regula el uso de los perfumes, los inciensos y los óleos.



Pero, como sucede en casi todos los capítulos del Éxodo, resulta penoso advertir que también en estos asuntos de los óleos, se ponen de manifiesto las manipulaciones y los desinteresados pegotes sacerdotales con lo que, entre otros perjuicios, nos han impedido comprender las auténticas y verdaderas razones de Yavé. La rapacidad y la avaricia de los pringosos y aceitosos ungidos llegan a ser absolutamente indignantes. Y, no solamente por su avidez, su codicia y su ansia de pringue resultan despreciables, sino porque como consecuencia de sus añadidos, alteraciones y ocultaciones, han distorsionado el mensaje de Yavé hasta el punto de conseguir que, en ocasiones, aparezca totalmente irreconocible.
Veamos, por ejemplo, los versículos treinta y dos y treinta y tres de Éx. 30, 32: No se debe derramar sobre el cuerpo de ningún hombre; no haréis ningún otro de composición parecida a la suya. Santo es y lo tendréis por cosa sagrada. Cualquiera que prepare otro semejante, o derrame de él sobre un laico, será exterminado de su pueblo.

Como se puede comprobar, los sacerdotes siempre en las tareas propias de su selecto papel: aprovechándose, prohibiendo y amenazando.
Según sus devotas afirmaciones, condicionadas por su tolerancia y su generosidad, Yavé había pensado que se debía establecer una significativa diferencia entre el sacerdote y el laico. Y esta distinción debía ser tal, que ni siquiera el olor que emanase de sus cuerpos, podía ser el mismo. Era absolutamente imprescindible marcar la diferencia para que se pudiese apreciar, desde la muy recomendable y respetable distancia que se debe mantener con el pueblo, que allí, sin la menor duda, se encontraba un imponente sacerdote, un solemne representante de la divinidad.
Y como casi siempre, eso no es así. Yavé prohibió que aquel óleo fuese derramado sobre los hijos de los hombres; así consta en Éx. 30, 32: no se debe derramar sobre el cuerpo de ningún hombre. Si captamos el auténtico sentido del mensaje, olvidaremos las sagradas diferencias entre sacerdotes y laicos. Con él, con ese óleo, se rociará todo el mobiliario del tabernáculo, pero de ninguna manera se impregnará cuerpo de hombre alguno. Yavé no discrimina; a Yavé lo mismo le da que sea un miserable paisano laico o un excelso sacerdote.

Y, ¿saben por qué?
Pues, porque el óleo de la unción no era un producto inocuo. Aquel aceite llevaba mucho peligro. Quien no lo crea, que se los pregunte a Nadab y Abiú. Claro que el Nafta, al que se hace referencia en II Macabeos 1, 33-36 en una evidente relación con los sucesos de Lev. 9, 22-24, tampoco es una broma.
Pero como ahora veremos, los sacerdotes levitas no se conformaron solamente con esa alteración de las disposiciones de Yavé; de ninguna manera.
Hoy día, con el objeto de conservar en secreto las fórmulas, las técnicas y los métodos que equilibren las mezclas, existe una guerra implacable en el mundo de los perfumistas. De todos es conocido, que las competencias por las patentes de los laboratorios han dado ocasión a verdaderos conflictos. De esa misma forma, sirviéndose de su indiscutible poder terrenal, los astutos sacerdotes no tuvieron el menor decoro en ocultar algunos esenciales procesos y componentes de los óleos y de los perfumes.
En Éx. 30, 34, se dice: Yavé dijo a Moisés: Procúrate en cantidades iguales aromas: estacte, uña marina, y gálbano, especies aromáticas e incienso puro. Prepara con ello, según el arte del perfumista, un incienso perfumado, sazonado con sal, puro y santo; 

En primer lugar es conveniente destacar, que uno de esos componentes, la uña marina o uña olorosa, no está identificada, y mientras que para unos se obtenía de un molusco, otros afirmaban que era un producto vegetal. Pero además, y según se puede fácilmente advertir, no se facilitan las cantidades o el peso de los ingredientes, pues simplemente se dice: Procúrate cantidades iguales. ––Ni siquiera al barman levita más ignorante, aquel que se beneficia en la discoteca El Divino Garrafón, se le ocurre mezclar los ingredientes de un cocktail en cantidades iguales—. Y, para colmo del camuflaje, se ocultan algunos componentes que solamente se citan como especies aromáticas, pero que no se identifican ni se definen.
Insistiendo en estas dos frases anteriores, debo añadir que en la Torah, en ese mismo versículo treinta y cuatro del capítulo treinta, y procurando la más adecuada y rentable confusión, al mismo tiempo que se modifican los productos integrantes de la mezcla, se deja constancia de que son dos las especies que no se identifican: Toma para ti estas especies: estoraque (en lugar de estacte) y clavo de olor (en sustitución de la uña marina) y gálbano aromático, y dos especies más, e incienso puro.

Naturalmente, se silencian los procesos de fabricación, según el arte del perfumista. Y aquí es donde podemos encontrar el meollo de la cuestión:
Sin especificar el peso o la cantidad, y ocultando un par de componentes, un millón de químicos elaboraría un millón de productos diferentes. 
Y por si todo esto fuera poco, y previniendo que algún sacerdote se dejase corromper ––algo casi inimaginable habida cuenta de su proverbial honradez––, o que bajo tortura y martirio facilitase la formula y el procedimiento, en los versículos treinta y siete y treinta y ocho, se prohíbe la imitación o falsificación, y se dispone un severo castigo para el infractor.
¿Alguien adivina el severo castigo?
Exactamente, la pena de muerte.
Todo muy propio de ese astuto y codicioso gremio que incluyó en los textos bíblicos otro episodio de terrible exterminio motivado por la ambición. Episodio que yo invito a leer en el original, y del cual, desvergonzadamente, atribuyeron su autoría a Yavé. Un relato al que pusieron punto final con esta frase: ...para memoria de los hijos de Israel, para que ningún extraño a la estirpe de Arón se acerque a ofrecer el timiama ante Yavé para no incurrir en la muerte... (Núm. 16, 5-40)
Y lo peor de todo este asunto no es la enojosa realidad de que ya desde entonces nos impidieron conocer la totalidad de los ingredientes, la proporción de la mezcla y el sistema de elaboración del perfume, lo más triste, y al mismo tiempo paradójicamente cómico, es que ahora, ellos mismos, al haber extraviado u olvidado la fórmula, tampoco pueden elaborar los óleos y perfumes según las ordenes de Yavé. Su “piadosa” manipulación nos ha incapacitado para interpretar las intenciones de Yavé y nos ha imposibilitado saber:
¿Qué pretendió el Señor de la Gloria? ¿Por qué razón, según consta en Éx. 30, 36, una parte de aquel compuesto de distintas sustancias conocido como el enigmático timiama, no debe ser incinerada, sino que únicamente ha de ser pulverizada y esparcida en torno del arca del Testimonio? Y sobre todo, deberíamos preguntarnos:

¿Proporcionó Yavé alguna fórmula con ingredientes productores de emanaciones adecuadas y saludables para inhalar en recintos más o menos cerrados?; ¿entregó a los hijos de los hombres fórmulas de esencias desinfectantes y esterilizantes? ¿Nos mostró unos componentes curativos para bálsamos, pomadas, linimentos o ungüentos beneficiosos para la salud, aunque sólo fuese para aplicarlos en el lóbulo de la oreja?


Tal vez, “alguienes”, nos han querido convencer de que aquellas sustancias, que posiblemente emanasen un agradable aroma, eran simples artículos de perfumería. “Alguienes”, que con toda la pompa de sus ridículas y trasnochadas ceremonias y ritos, disfrazados de Sumos Sacerdotes pero sin  Pectoral, afirmarán solemnemente, que no eran productos curativos o sustancias químicas de enorme utilidad para el hombre.



Pero además, de entre todas las incógnitas destaca una:
¿Para qué debía ser utilizado, en verdad, el óleo de la unción? ¿Era solamente un pringue oloroso?
Es realmente una lástima no poder obtener respuestas a estas cuestiones. Nos negaron el acceso a esas fórmulas, a esos desconocidos componentes y ocultas especies; nos hurtaron el derecho a saber si esos perfumes, si esas mixturas, si esos elixires dotados de misteriosos elementos, podían tal vez conceder o preservar la salud, e incluso, si gozaban de cualidades y propiedades que todavía el hombre está lejos de conocer. Además, ¿qué quiere decirnos Yavé con éstas palabras del versículo veintinueve?: Así los consagrarán y serán santísimos; cuanto los tocare será santo. ¿Quiere significar que el óleo hace santo (purifica y limpia) aquello que toca, o por el contrario Yavé advierte, que para recibir los óleos, se debe ser o estar “santo” o lo que es lo mismo, estar bien limpio?
Es muy probable que Yavé insistiese, una vez más, en la necesidad y obligación de santificarse, de asearse, de higienizarse. Tal vez, con otras palabras, les recordó tres cosas: que había ordenado construir una tinaja; que aquel recipiente estaba lleno de agua; que aquel agua no era para beber.

De toda esta triste secuencia de preguntas sin respuestas ha surgido una nueva cuestión, que también deseo plantear, y que se refiere a la palabra UNCIÓN. La incógnita, que se despejará en otro capítulo, apunta al significado de esa palabra, a su raíz etimológica y al acto de la realización del procedimiento. Parece casi absurdo, y tal vez lo sea, sin embargo, puede resultar de una gran importancia. No obstante, he decidido tratar este tema en el capítulo referido a la radio.


El altar de los perfumes es una especie de velador de madera de acacia, que presenta la particularidad de que sobre su parte superior se colocaba una bandeja pebetero de oro (cobre) de la que forman parte inseparable unos cuernos, que al parecer, deben colocarse en las cuatro esquinas. Esa bandeja metálica, ese braserillo, se sujeta al resto del mueble mediante una moldura metálica. Por supuesto, también está dotado de las imprescindibles y consabidas anillas y las barras de transporte de madera revestida de metal.
El incensario podía tener cinco utilidades:
Uno. Purificar, limpiar y sanear el ambiente.
Dos. Facultar la elaboración de una mezcla curativa.
Tres. Producir un fluido o una emanación que tuviese unas propiedades ignoradas para los hombres, pero muy útiles para el funcionamiento del oráculo como distribuidor de energía.
Cuatro. La presencia de los "cuernos" facilita, casi obliga, a otra interpretación en la que se pondría en contacto a este mueble con el pectoral.
Cinco. Ocasionar una considerable humareda que impidiera la visión de lo que sucedía en el Santísimo.
Sin embargo, si era ésta última la utilidad de aquel pebetero, podía haberse eludido tejiendo un velo menos transparente.

No deseo concluir el tema del “altar” de los perfumes, sin señalar, que según he podido advertir, no se tiene mucha seguridad en cuanto a la colocación de este utensilio, pues, mientras que en Éx. 30, 6 consta que este pebetero fue colocado en el lugar Santo, junto al velo de separación, o sea, al otro lado del lugar Santísimo, por otra parte he advertido, que algún cronista muy posterior a los acontecimientos del Sinaí, lo coloca al otro lado del velo, o sea, en el lugar Santísimo. (Heb. 9, 4) Y esa contradicción no debería pasar desapercibida. Yo, por mi parte, entiendo que todo dependerá de la intensidad de la humareda y de la transparencia de aquel velo.

En lo que se refiere a la expiación con sangre sobre el “altar del incienso”, no es mas que una añadidura; es solamente otra piadosa aportación sacerdotal. Yavé sólo ordenó su minuciosa limpieza una vez al año, pero los astutos ungidos decidieron reaprovechar aquella instalación con la intención de proporcionarse una buena merienda, y ya que la sangre debería salir de alguna parte, ¿qué mejor que de un buen becerro? Ni al más inapetente de los sacerdotes se le pasó por la cabeza sacrificar una pequeña y humilde paloma.

El altar de los perfumes era un incensario con la triple misión de perfumar el ambiente, producir una cortina de humo que ocultara el arca, y facilitar la combustión del óleo de la unción.

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ÉXODO 3-14