Capítulo XII - La alianza


Cuatro son las piedras angulares sobre las que Yavé fundamentó su intervención y su ayuda:
1.- La presentación en el monte Sinaí.
2.- La Alianza.
3.- El Testimonio.
4.- El Ángel.
En el presente capítulo trataremos sobre las dos primeras.



Antes de iniciar el estudio del importantísimo tema de aquella sencilla pero categórica Alianza, que según el capítulo XIX del Éxodo, se pactó entre el pueblo hebreo y un Dios, creo que se deben efectuarse un par de observaciones:
Primera: Sería muy conveniente diferenciar, perfectamente, entre aquello que unos hombres inmersos en una cultura muy primitiva podían entender por un DIOS, y aquello otro, que una civilización  muy  evolucionada y enormemente superior podría interpretar sobre el significado de ese concepto tan divino.
La mayoría de nosotros, los lúcidos y doctos humanos, todavía ahora, tres mil años después, no tenemos una idea muy exacta de aquello pretendemos definir con la palabra DIOS. Lo único a lo que podemos referirnos, pretendiendo concretar nuestra confusa apreciación, es aludiendo a un ser infinitamente perdurable, infinitamente sabio, infinitamente bondadoso e infinitamente poderoso, que en el principio de los tiempos, pero empleando sólo de siete días, creó un infinitamente espacioso universo.
Pues bien, eso que nosotros ”entendemos con infinita perfección”, puede resultar de áspera y difícil comprensión para unos seres de gran inteligencia y erudición, que conocen con toda exactitud como se formó y se organizó el universo; que saben de la inexistencia de una inteligencia infinita; que admiten como utópica la bondad absoluta; que tienen superado el concepto de un poder ilimitado, y que por lo tanto, su concepto difiere muchísimo de lo que significaba un dios para unos hombres de la edad del bronce. Para esos seres procedentes del cosmos, Dios, puede significar: señor, amo, jefe, e incluso pueden admitir que con esa denominación se desee evocar y referirse a un padre protector y bondadoso; pero resulta completamente absurdo intentar establecer una conexión entre lo que Yavé y sus ángeles podían entender como un dios y aquello que esa misma palabra representaba, hace más de tres mil años, para la ostentosa y supersticiosa incultura de unas tribus de pastores.
Abundando en lo mismo, para nosotros, para los hombres de nuestra época, un científico es una persona que se dedica a la investigación y al logro del saber en una o varias materias, sin embargo, para los miembros de algunas tribus primitivas, un hombre de ciencia es un brujo, un hechicero, un chaman, un mago; y si además ese individuo desciende de los cielos sobre una atronadora nube de humo y fuego, sin la menor duda es un dios.
Cuando en Éx. 20, 3, Yavé dice no tendrás otros dioses fuera de mí, y, aunque esta afirmación mía, como otras muchas, nos llevaría a una interminable polémica, deberíamos reconocer que Yavé está admitiendo, implícitamente, la existencia de otros dioses. Lo mismo sucede en Dt. 32, 12 cuando se dice: No estaba con Él ningún dios ajeno; o cuando en Éx. 4, 16 Yavé dice a Moisés: Él (refiriéndose a Arón) hablará por ti al pueblo, él será tu boca y tu serás su dios. Aquí, en este último versículo, parece que el Señor de la Gloria está diciendo a Moisés: tu serás su señor, su jefe. Luego, en Éx. 7, 1: Cuando Yavé dice a Moisés: Mira yo te hago un dios para el faraón y tu hermano Arón será tu profeta, se puede interpretar que Yavé está prometiendo: Tú serás su señor y él será tu enviado, tu mensajero.
Con estos breves comentarios he pretendido hacer notar, que tal vez, solamente tal vez, los conceptos que sobre un dios tenían aquellos pastores, y lo que esa misma palabra podía representar para Yavé y sus ángeles, fuesen muy diferentes. Y por lo tanto si en alguna ocasión Yavé se identifica como un dios, entendamos lo que está diciendo; comprendamos que se está definiendo como Señor o padre protector.



La segunda de las dos observaciones, que no resulta tan frívola ni tan superficial como en principio pudiera parecer, se refiere al título-encabezamiento de ese capítulo diecinueve: Aparición de Dios al pueblo en el Sinaí.
Ahora, en este caso, y pasando de puntillas sobre la palabra dios, deseo referirme concretamente a la palabra aparición.
Aparición, tiene, o al menos puede tener, una semejanza muy notable con apariencia, con alucinación, con espejismo; en definitiva, con algo que parece y que sin embargo no es, o que al menos, no resulta excesivamente indiscutible. Se utiliza muy frecuentemente para describir la visión de un ser sobrenatural o fantástico como, por ejemplo, al referirse a la aparición de un espectro o fantasma. Y por supuesto, se usa casi continuamente en relación con las visiones de la divinidad y de sus bienaventurados o elegidos.
Sin embargo, si usted ha quedado citado con unos amigos, y como es lógico acude puntual a la cita, usted no se aparece ante ellos, usted se presenta. Yo no soy quien para oponerme a ello, y por supuesto, entiendo que se puede usar la palabra aparición cuantas veces se estime conveniente, pero en este caso concreto, cuando nos referimos a Yavé en la montaña, en la península del Sinaí, la palabra más exacta y correcta no es aparición, sino presencia. Y además, una presencia física real y no virtual. Yavé no se apareció, Yavé se presentó.
Así, de esta forma, con esta puntualización, el asunto queda bastante más claro; y eso resulta muy importante. Puede parecer lo mismo, pero no es lo mismo. Por lo tanto, olvidemos apariciones y aceptemos presencias.

Y ahora sí; después de estas dos precisiones sobre los dioses y sus apariciones, iniciamos el estudio de la Alianza.



Yavé ha estado conversando nuevamente con Moisés y le ha facultado, para que en su nombre, hable con el pueblo y le proponga una alianza.
En realidad, si se piensa bien, el asunto no podía derivar en otra alternativa. Una vez que unos y otros se han conocido y han reconocido que no se llevan mal, lo más conveniente es aclarar sus respectivas intenciones y proponer un pacto que facilite el mutuo entendimiento; o sea, formalizar las relaciones.
Hemos oído tantas y tantas veces la palabra Alianza, la Alianza de Yavé, el Arca de la Alianza, el Código de la Alianza, etcétera, que como ocurre con mucha frecuencia el sentido de la palabra casi se ha desvirtuado, y en muchos casos ha perdido, al menos, una parte de su significado. Pero cuando meditamos un poco asoma una asombrosa realidad; una interesante alternativa, que conduce a una posible y fascinante decisión: establecer una amistosa alianza con los embajadores y representantes de los habitantes del universo.
Esta propuesta de pacto, de momento, y para ir clarificando las cosas, nos hace conocer y comprender las sinceras y honradas intenciones de aquellos seres vivientes. Yavé no es el guerrero conquistador; Yavé no obliga con su inmenso poder; Yavé no impone sus deseos. Por el contrario, Yavé propone a los hombres un tratado de libre aceptación. No puede existir nada más respetuoso, y por sí sólo, esto ya es muy significativo, e ilustra con meridiana claridad acerca de los propósitos del Señor de la Gloria o de la Roca.
Dice Yavé en Éx. 19, 5 y 6: Ahora, si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra, pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa.
Según acabamos de leer, y deslizándonos suavemente sobre esa afirmación que se atribuye a Señor de la Gloria, cuando al parecer se adjudica la propiedad de este planeta, Yavé propone y presenta a los hombres un pacto. Y como toda proposición que se precie, en ese pacto hay opciones. El Señor del Cosmos antepone y acepta el condicional: “Si vosotros dais la conformidad”, “si vosotros estáis de acuerdo”.
Es algo sencillamente maravilloso. Yavé no es un dios, rey, amo, dueño o señor que se impone por la fuerza, que exige o que somete por su autoridad. No es una deidad que sentencia: O conmigo o contra mí. Yavé, ni precisa ni desea el manoseado “Santo temor de Dios”. No, Yavé no desea ser temido. Por el contrario, Yavé trata al hombre con un enorme respeto a su libertad y a su capacidad para decidir. Además, la única represalia, el exclusivo castigo de Yavé contra aquel hombre que, habiendo pactado libremente con él, luego incumpla su compromiso, es anular el pacto. Yo le borraré de mi libro. Ese es todo el correctivo.
Yavé plantea al hombre una serie de obligaciones y derechos, establecidos sobre la base de una libre aceptación por las dos partes. Como digo, desde el principio la idea es maravillosa. Nada te obliga si tu no lo aceptas. Si no deseas la alianza con él, eres libre de pactar con quien desees o no hacerlo con nadie. Yavé no te exigirá nada. Naturalmente, y por supuesto, si no aceptas su pacto, si no te comprometes, tu tampoco puedes pretender nada de él. Yavé siempre va a cumplir lo convenido, y el hombre que lo ha suscrito está obligado por su propio y libre compromiso a respetar lo acordado.



Yavé pone sobre la mesa de negociación un documento que se puede aceptar o rechazar; un contrato muy sencillo y sin letra pequeña, que consta de cuatro cláusulas:

La primera cláusula dice: “Yo soy Yavé, tu único Dios. No obedecerás a otro Dios que a mí”. 
La segunda cláusula dispone: No harás escultura ni imagen alguna. No te postrarás ente ellas. No harás dioses ni de plata ni de oro. No harás altares con piedras labradas o con gradas”.

En estas dos cláusulas, con palabras justas, con frases precisas, Yavé deja constancia, más allá de cualquier duda, de su categórica y tajante opinión sobre los dioses, las religiones, los ritos y los cultos.
Desde los cielos tuvo que descender un dios para decirnos que no hay dios.
La realidad es que, aparte de hacer constar la absoluta falsedad y la inexistencia de los dioses, por muy verdaderos que fuesen, Yavé no tenía nada contra ellos. Lo que en verdad Yavé juzgaba como enormemente nocivo para el hombre, era la religión, sus ritos y sus cultos; y sobre todo, los absurdos e ilegales poderes emanados de la voluntad de dios.
Y como siempre, Yavé tenía toda la razón, porque:
Los dioses no premian ni castigan; los dioses no señalan penas ni conceden glorias; los dioses son inofensivos; los dioses, los pobrecitos dioses, no hacen nada de nada. 
Y estas palabras que anteceden no son mías: ver Dt. 4, 28; Sab. 13; Baruc, 6
Muy distinta es la actuación y la peligrosidad de quienes se atribuyen la representación del verdadero dios; de aquellos, que en su propio beneficio o inducidos por la ambición, el odio o la envidia, se adjudican el derecho a interpretar la piadosa voluntad de su deidad.
Yavé sabe que el hombre caerá, una y otra vez, en infinidad de transgresiones a las leyes naturales. El Señor del Cosmos lo sabe y lo acepta, y por esa razón no redacta un Código Penal. Lo único que desea es evitar al hombre la ignorancia y la peligrosa superstición de las religiones.

La tercera cláusula:
Después de esas dos primeras estipulaciones, negando los dioses y sus ritos, en el pacto incluyó una condición más. Yavé entrega a los hombres un documento en piedra en el que deja constancia de su existencia; un documento al que ha llamado Testimonio, y que los hombres que acepten el pacto, están obligados a proteger.

“En el arca pondrás el testimonio que yo te daré”. (Éx. 25, 16)

Si haces todo esto, ten por cierto que tenemos un trato; que hemos pactado una alianza. Yo seré tu Dios (tu rey, tu padre, tu hermano, tu amigo); tu me obedecerás sin darme adoración y conservarás el Testimonio.

La cuarta cláusula:
En una última disposición, Yavé se obliga prometiendo: 

Yo por mi parte, declaro que quien acepte esta alianza, será mi pueblo, y yo  le protegeré.

Y esto es todo. Éste es el pacto; ésta es la Alianza.

Entonces, ¿los Diez Mandamientos y el Código de la Alianza?
De los Diez Mandamientos, tal y como nos han sido mostrados por "ellos”, nada de nada.
Repito, la alianza constaba de cuatro únicos artículos:
  • Yavé es el único “Dios”.
  • No se harán imágenes, ni te postrarás ante ellas.
  • Guardarás el Arca del Testimonio.
  • Yavé cuidará de ti.
Luego, con el discurrir del tiempo, los levitas y sacerdotes fueron haciendo su aportación y añadiendo más y más cláusulas al contrato. Tantas como hiciesen falta, y tantas como resultasen de utilidad para sus “desinteresados intereses ”.
Recordemos que ya entonces, cuando Yavé vino a la Tierra, existía una extensa legislación, en la cual esos diez famosos mandamientos, ya eran de sobra conocidos por los hebreos, puesto que habían vivido en países como Caldea y Egipto, donde esos preceptos formaban parte de las leyes más elementales y básicas aceptadas por todos. Yavé sabía perfectamente, que al hombre le haría más daño, le causaría mucho más perjuicio, la religión, la creencia en el dios de unos en oposición y lucha con el dios de otros, que el posible incumplimiento de todos los mandamientos juntos. Por esa razón, su pacto se basa en la prohibición del culto, del ritual y de la adoración.

Yo soy tu único Dios... no harás esculturas ni imágenes... no te postrarás ante ellas. Eso es lo que pretendió Yavé. Aquel que lea con detenimiento el libro del Deuteronomio, especialmente los capítulos del cuatro al ocho, advertirá la gran insistencia de Yavé en afirmar que él es el único Dios.

Y ahora, en mi osadía, voy a ir más allá. No voy a limitarme a interpretar los actos de aquellos seres vivientes, voy a desentrañar sus pensamientos.
Yavé se hizo la siguiente reflexión:
Si consigo convencer a esta gente que yo soy el único Dios, y puesto que no pretendo ni ceremonias, ni adoraciones, ni cultos; si comprenden y reconocen que no impongo castigos ni concedo paraísos; y si además, han comprobado que en ningún momento tomó opción por unos en contra de otros, tal vez se pueda lograr que no se maten entre sí en el nombre de sus respectivos dioses.
Con ese sabio razonamiento, el Señor de los Cielos intentó evitar las interminables y crueles guerras de religión, y los lamentables gritos del Papa Urbano II y de su amiguete Perico el Ermitaño, cuando dos mil años después de Yavé, y para incitar a los cristianos a una “guerra santa contra los infieles”, se permitieron vocear como fanáticos: “Dios lo quiere”. Como se puede comprobar fácilmente aportando un mínimo de buena voluntad, los hombres, algunos hombres, incluyendo a los que hablaban “Ex cátedra”, tenían unas ideas al respecto que resultaban muy diferentes a las proclamadas por Yavé. Y esas ideas, con sus secuelas de sectarios fanatismos y sus terribles consecuencias, por la simple realidad de que existe gente y gentuza a quienes interesa sobre manera como arma y poder, se han mantenido, afianzado, e incluso prosperado de una manera muy considerable durante más de tres mil años. Y así nos ha ido.



A esas cláusulas del pacto, después, una y otra vez en el transcurrir del tiempo, se fueron añadiendo e incorporando otras leyes, preceptos y usos propios de aquella primitiva cultura. Pero en esos postizos, Yavé no intervino para nada, y, en definitiva, además de no ser contenido del Pacto de la Alianza, son totalmente ajenos al Señor del Universo, por lo cual, el hombre es muy libre para aceptarlos o desestimarlos.
Por supuesto, no tengo el menor inconveniente en admitir que, posiblemente, Yavé consintiera en ellos, y que, cuando Moisés le presentó un borrador de la legislación por la que se regían, tal vez no autorizase todas las leyes, pero sí que lo pudo hacer con una buena parte, o por lo menos no mostrase su oposición.
Y concedió su aprobación y transigencia, porque gran número de esos preceptos, no todos, por supuesto, pero sí muchos de ellos, son admirables y dan muestra de tan extraordinaria humanidad, que sin ninguna duda dignifican al hombre. Sin embargo, deberíamos admitir que existen otras disposiciones y leyes que, como mínimo, nos pueden hacer dudar que gozasen de la expresa autorización de Yavé.

Y ahora, mi respetado lector, antes de continuar con este tema e introducirnos de lleno en el singular Código de la Alianza, deseo realizar una pequeña observación:
Ni usted, ni yo, ni nadie, tiene capacidad suficiente para comprender en su integridad los comportamientos y las conductas de aquellos pastores nómadas. El mundo en que vivían, sus extrañas costumbres, su rudimentaria cultura, sus miedos supersticiosos, sus esperanzas, sus necesidades, etcétera, eran tan diferentes a las que en la actualidad envuelven al hombre, y que actúan sobre él influyendo poderosamente en su personalidad y en su forma de vivir que, si una máquina del tiempo nos transportase hasta esas remotas épocas, además de quedar horrorizados por la extraordinaria rudeza de aquella sociedad, tardaríamos bastante tiempo en comenzar a vislumbrar alguna posibilidad de comprensión. Así pues, deberíamos admitir sin el menor recelo, que usted y yo, en aquellas mismas penosas circunstancias, hubiéramos mantenido un comportamiento muy semejante, y que, por lo tanto, deberíamos comprenderles y, por supuesto, estamos obligados a respetar a las gentes de aquel extraño y primitivo mundo.

Y ahora leamos y disfrutemos de unos cuantos de esos sorprendentes preceptos, que fueron incluidos en Éx. 21 como parte de la Alianza; después, hagámonos algunas preguntas.

(2) Si adquieres un sirvo hebreo, te servirá por seis años; al séptimo saldrá libre, sin pagar nada. (3) Si entró solo, solo saldrá; si teniendo mujer, saldrá con él su mujer. (4) Pero si el amo le dio mujer y ella le dio a él hijos o hijas, la mujer y los hijos serán del amo, y él saldrá solo. (5) Si el siervo dijere: Yo quiero a mi amo, a mi mujer y a mis hijos, no quiero salir libre, (6) entonces el amo le llevará ante Dios, y acercándose a la puerta de la casa o a la jamba de ella (a la vista de todo el pueblo), le perforará la oreja con un punzón, y el siervo lo será suyo de por vida.
(7) Si vendiere un hombre a su hija por sierva, no saldrá ésta como los otros siervos. (8) Si desplaciere a su amo y no la tomare por esposa, permitirá éste que sea redimida; pero no podrá venderla a extraños después de haberla despreciado. (9) Si la destinaba a su hijo, la tratará como se trata a las hijas; (10) y si para éste tomare otra mujer, proveerá a la sierva de alimento, vestido y lecho; y si de estas tres cosas no la proveyere, podrá ella salirse sin pagar nada, sin rescate.
(20) Si uno diere de palos a su siervo o a su sierva, de modo que muriese entre sus manos, el amo será reo; (21) pero si sobreviviese un día o dos, no, pues hacienda suya era.
(22) Si en riña de hombres, golpeare uno a una mujer encinta haciéndola parir y el niño naciera sin mas daño, será multado en la cantidad que el marido de la mujer pida y decidan los jueces; (23) pero si resultare algún daño, entonces dará vida por vida, (24) ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, (25) Quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal.
(28) Si un buey acornea a un hombre o a una mujer, y se sigue la muerte, el buey será lapidado, no se comerá su carne, y el dueño será quito. (29) Pero si ya de antes el buey acorneaba y requerido el dueño no lo tuvo encerrado, el buey será lapidado si mata a un hombre o a una mujer, pero el dueño será también reo de muerte.
(35)Si el buey de uno acornea al buey de otro, y este muere,...
(37) Si uno roba un buey o una oveja, y la mata o la vende, restituirá cinco bueyes por buey y cuatro ovejas por oveja.
Y bien, ¿qué les ha parecido? Supongo, que al menos le resulte una miajita razonable dudar que estos mandatos fuesen impuestos por Yavé. En esos versículos, quieras o no, nos encontramos con algo que resulta verdaderamente divino. Los levitas nos presentan a un Dios, que permite la esclavitud, la venta de los hijos, la pena de muerte, la brutalidad del amo con el siervo, y que además, y por si esto no fuese bastante, se preocupa de sí un buey cornea a otro. Desde luego, a mí no me parece ni serio. Y para colmo, se pretende que eso sea la base del pacto y el fundamento de la Alianza entre Dios y los hombres. Al menos, deberíamos admitir,que algo no está nada claro, y yo, por supuesto, no tengo más remedio que mantener bajo sospecha la autoría de Yavé. Existen una enorme multitud de obligaciones morales, y otra no menos extensa relación de compromisos de índole social, destinados a facilitar la convivencia y la armonía, que en mi opinión, que por supuesto será muy discutible, son más importantes y necesarias que la contabilidad de los días de permanencia de un siervo en la Unidad de Cuidados Intensivos. Más lógico sería suponer que Yavé, en el más tolerante de los casos, permitiese que Moisés y Arón adaptasen las leyes que estaban vigentes en aquella época en Egipto, Siria, Caldea, etcétera, y que, humanizándolas y suavizándolas en lo posible, fuesen aplicadas a una legislación propia de un pueblo de pastores nómadas. Estoy seguro, que a su extraordinaria inteligencia, a su muy evolucionada cultura, a su evidente respeto por los seres vivos, y, ¿por qué no decirlo?, a su buen gusto, repugnarían sobremanera aquellos preceptos, pero también supongo que pensaría que aquellas gentes estaban en un estado demasiado primitivo, y que vivían en una sociedad tan dura y violenta, que pretender imponer unas leyes en consonancia con sus verdaderos y razonables deseos, resultarían de todo punto imposible de comprender y de aceptar por aquellos hombres. Que Yavé consintiese algunas de aquellas leyes como un mal menor y necesario, es algo que, aún costándome un considerable esfuerzo, puedo admitir, pero lo que resulta intolerable de aceptar, es que lo impusiera como condición para firmar la Alianza.

Respecto a esto, me voy a permitir resaltar que Moisés, como hombre justo  que disfrutaba de la confianza de Yavé, usase de la licencia que le había sido concedida, para introducir mandatos y leyes en forma de ordenes de Yavé; mandatos y disposiciones, que de otra forma hubieran resultado de muy difícil aceptación por parte del pueblo; leyes, que eran de una indudable utilidad y beneficio para aquellas gentes y en aquellos tiempos. Esto es muy lógico, y por supuesto totalmente aceptable.

Y además, como en el mencionado asunto que refleja Éx. 21, 6 …entonces el amo le llevará ante Dios, y acercándose a la puerta de la casa o a la jamba de ella, le perforará la oreja con un punzón, y el siervo lo será suyo de por vida, se nos está mostrando y potenciando una ceremonia pública —ante Dios y en la puerta de la casa; no en el interior y de “tapadillo”, sino con testigos (posiblemente amigos y vecinos)—; una ceremonia pública en la que se establecía un pacto, en el que un hombre aceptaba ser siervo de otro, que a su vez se comprometía a cuidar de él y de su familia. Así, en principio, la perdida de libertad libremente decidida y aceptada, puede resultar, sino menos ignominiosa para las dos partes, al menos más comprensible.
Con todo esto he pretendido dejar constancia de que, por muy necesario que pudiese resultar aquel código de conducta para aquellas gentes, Yavé no lo incluyó en su Alianza con los hombres.



Como ejemplo de esa necesidad de adaptación de las leyes a las costumbres, o mejor dicho, por la conveniencia de legislar y regular las conductas y los usos, he considerado oportuno resaltar aquí otros dos de esos mandatos, que sin la menor duda resultan algo chocantes, pero que, según consta en las escrituras, son disposiciones de Yavé. Me refiero a la prohibición de consumir sangre y al precepto de no cocer al cabrito en la leche de su madre.

Aunque sea muy brevemente, me gustaría aclarar estas dos imposiciones legislativas, que a primera vista pueden parecer caprichosas y casi absurdas, pero que si recordamos aquella regla de oro anunciada en la introducción a esta primera parte, y tenemos en consideración lo poco que ganan o pierden los sacerdotes por el mero hecho de que se cumplan estos dos preceptos, deberemos entender que no suponen un invento de los ungidos, sino que son sugerencias de Moisés, posiblemente legalizadas por Yavé.

No comeréis sangre; la derramaréis sobre la tierra, como el agua. Dt. 12, 16.

A nadie se le oculta que en aquellos tiempos había una gran penuria y muy frecuentes ciclos de hambres atroces. En realidad, más que de épocas de carencias, deberíamos hablar de pequeños periodos de suficiencia. La mayor parte del tiempo, la necesidad más absoluta condicionaba la vida de la gente. A esta situación, que no admite argumentaciones en contra, debemos añadir la poca cultura de la inmensa mayoría de la gente, la escasa consideración para otros seres vivos, y, por supuesto, la total y absoluta insensibilidad para con los animales.
A esto debemos añadir y no perder de vista, que aquella excelsa incultura tenía “sus cosas”: 
Si bien es cierto que presentaba algunos aciertos cuando afirmaba que la sangre era la portadora de la vida,  al mismo tiempo lucía un magnífico dominio del disparate cuando procuraba los remedios:
Si alguien estaba muriendo desangrado, y mientras se intentaba contener la hemorragia, se le aplicaba una transfusión muy especial: se le administraba por vía oral un buen vaso de sangre diluida en agua. Era la lógica de la reposición: si una persona estaba deshidratándose, le daban agua, si estaba desangrándose, le daban sangre. Como se puede apreciar, era el máximo exponente de una actuación lógica y coherente, basada en un razonamiento inculto e ignorante.
Y, precisamente por el hambre más atroz y la más luminosa ignorancia, resultaba muy frecuente la costumbre de la sangría.
Consistía este bárbaro uso, en sangrar a un animal vivo, normalmente un buey, para así obtener una cierta cantidad de sangre, que a continuación, era guisada con el fin de aliviar el hambre o recuperar la salud. Supongo que nadie habrá imaginado que la morcilla es un hallazgo culinario de nuestros tiempos.
Con este propósito se efectuaba una incisión en una vena o arteria, se extraía una cantidad moderada de sangre y se procedía a la sutura de la punción. Todos podemos figurarnos las consecuencias, cuando aquel inhumano uso, se convertía en un cruel y brutal abuso. El ganado, que solía estar muy escasamente alimentado y sufría mil epidemias, si además era sangrado con frecuencia, se arrastraba anémico y finalmente moría. Esto, además de ser una crueldad para con los animales, algo que en realidad a nadie quitaba el sueño, suponía un evidente riesgo de contagio para la salud de las personas, y sobre todo, constituía una gran pérdida para aquellas más que precarias economías. Puesto que las advertencias y los consejos de los ancianos habían sido desoídos por completo, fue por lo que el mandato divino, la pretendida inclusión dentro de la Alianza, resultaba de un inestimable valor.
Por otra parte, no se podía legislar admitiendo que consumir la sangre obtenida mediante sangría era infracción de ley, y al mismo tiempo reconocer que no era delito si procedía del sacrificio de una res. Por esta razón se prohibe totalmente y en todas condiciones el consumo de la sangre. Como todos sabían, por haber presenciado numerosas muertes de hombres heridos, y también por venir de Egipto donde las aguas teñidas de sangre potenciaban la vida de los nuevos cultivos, en la sangre se encontraba la vida, y la vida debía ser devuelta a la tierra. Nadie y bajo ninguna circunstancia, podía consumir sangre. La sangre se derramará sobre la tierra. Así lo ha dispuesto Dios.

El otro precepto, No cocerás al cabrito en la leche de su madre (Éx. 23, 19 y 34, 26) tiene casi el mismo o parecido fundamento. Quiere significar, que no se debe sacrificar el animal mientras sea “lechón”, mientras contenga en su carne la leche de su madre. O lo que es lo mismo, durante el tiempo de su lactancia. Esto no quiere decir, tal y como han interpretado muchas preclaras mentes levíticas y sacerdotales, que estuviese prohibido comer carne cocida en leche. Los “sabios sacerdotes” todo lo comprendían, interpretaban y explicaban en función de la magia, de los sucesos sobrenaturales, y sobre todo, por los “divinos designios”. Este inteligente consejo de mantener la vida de la res, al menos durante un año, se ve reforzado por la disposición de Yavé que se hizo constar en Éx. 12, 5, en el momento de la institución de las fiestas de los ácimos: Será una res sin defecto, macho, de un año
Mediante esta prescripción, el legislador pretende alargar la vida del animal el tiempo suficiente para que pueda adquirir un peso adecuado, aunque sea en detrimento de su exquisitez. El animal debe llegar a una edad y poseer una suficiente cantidad de carne que le haga idóneo para su consumo y para el alimento de un mayor número de personas. Se acabó, y con lógico fundamento, el consumo del cordero lechal. Por otra parte, esta disposición nos viene a recordar muy claramente, una sabia y justa norma: los animales pueden servir para nuestra alimentación, pero nunca para nuestra glotonería o capricho.

No eran, ni mucho menos, leyes absurdas como a primera vista pudieran parecer; eran preceptos muy bien fundamentados y de una gran utilidad para un pueblo de pastores. Para dar mayor fuerza a su cumplimiento, Moisés, amparado en los poderes que le había concedido Yavé, y dando muestras de su indudable prudencia, los integró como cláusulas de la Alianza.

Y ahora, por si alguno de los lectores desea solazarse, transcribo a continuación unas notas de a pie de página, extraídas de una edición de la Sagrada Biblia y de un comentario de la Torah:

De la Biblia:
Relacionado con la prohibición de comer sangre, el sagaz experto dice en un comentario a Gen. 9, 4: …porque la sangre en que está la vida, debe ser ofrecida a Dios como señor de la misma. Y otra interpretación del texto de Lev. 17, 10: …no se debe comer la sangre en que está la vida… debe servir para expiar los pecados. Después, en una aclaración al texto de Éx. 23, 19, en el que consta que no se cocerá al cabrito en la leche de su madre se afirma: Según los textos de Ras Sumra, la leche de la cabra en que se ha cocido al cabrito hace fértil la tierra en que se derrama.

De la Torah:
No cocinarás el cabrito en la leche de su madre”. Esta prohibición fue repetida en tres ocasiones; y, como al parecer, no les ha parecido suficiente, el comentarista de la Torah continúa: "Este precepto pertenece a la categoría de las leyes denominadas jukim, que define los preceptos cuyas razones no nos fueron reveladas. Maimónides ve en este mandamiento un precepto de higiene; Ibn Ezrá, un concepto de piedad. Abravanel escribe que los pueblos idólatras antiguos lo hacían, y los israelitas no debían imitar sus costumbres".
Como se puede apreciar, si exceptuamos la afirmación de Maimónides, resultan unas interpretaciones “divinas”.



Si se estudian con detenimiento los versículos comprendidos entre el diez y el veintiocho del capitulo treinta y cuatro del Éxodo, se advierten, sin la menor duda, dos diferentes conjuntos de leyes y dos distintos legisladores. El primer grupo es redactado y anunciado por Moisés. El segundo, muy posterior, fue concebido en su totalidad por los sacerdotes levitas, e incrustado en las Escrituras.

En el primer apartado, el de las disposiciones ordenadas por Moisés y autorizadas por Yavé, encontramos los versículos: 10, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 21, 22, 25 y 26. En ellos, simplemente se pretende que el pueblo acepte a Yavé como único Dios.
En el segundo grupo nos encontramos, mejor dicho, nos tropezamos, con los mandatos del cuerpo sacerdotal. Son los versículos: 11, 19, 20, 23, 24, 27 y 28. Y, ¿qué es lo que desean los sacerdotes? Pues, aunque muchos lectores ya se lo barruntan, en cuanto lo lean un poco más abajo quedará ratificada su sospecha y verán que es lo que buscan los sacerdotes levitas.
No obstante, en primer lugar, permítanme que leamos los versículos ordenados por Moisés y autorizados por Yavé:

(10) Yavé respondió: “Mira, voy a pactar alianza. Yo haré ante todo tu pueblo prodigios cuales no se han hecho jamás en ninguna tierra ni en ninguna nación, para que el pueblo que te rodea vea la obra de Yavé ––Yavé está dando pruebas––, porque he de hacer cosas terribles ––entiéndase: cosas asombrosas––. (12) Guárdate de pactar con los habitantes de la tierra contra la cual vas, pues sería para vosotros la ruina. (13) Derribad sus altares, romped sus cipos y destrozad sus aseras. (14) No adores otro Dios que a mí, porque Yavé se llama celoso, es un Dios celoso. (Si en algo Yavé se muestra insistente e intolerante, es para que no se acepte otro dios) (15) No pactes con los habitantes de esa tierra, no sea que al prostituirse ellos ante sus dioses, ofreciéndoles sacrificios, te inviten, y comas de sus sacrificios, (16) y tomes a sus hijas para tus hijos, y sus hijas, al prostituirse ante sus dioses, arrastren a tus hijos a prostituirse también ellos ante sus dioses.
(17) No harás dioses de metal fundido.

Si nos detenemos un instante y meditamos acerca del contenido de estos versículos, advertiremos que los siete tienen como único objetivo resaltar la completa oposición de Yavé con los dioses. A continuación, los cinco versículos siguientes abordan temas diferentes.
(18) Guardarás la fiesta de los ácimos, durante siete días comerás pan ácimo, como te lo he mandado, en el tiempo señalado, en el mes de Abib, pues en ese mes saliste de Egipto. (Este tema ya lo hemos tratado en el capítulo de las Pruebas)
(21) Seis días trabajarás; el séptimo descansarás; No ararás en él ni recolectarás. (Este tema lo trataremos en el capítulo del Descanso Sabático)
(22) Celebrarás la fiesta de las semanas, la de las primicias de la recolección del trigo y la solemnidad de la recolección al fin del año.
(25) No asociarás a pan fermentado la sangre de la víctima, y el sacrificio de la Pascua no lo guardarás durante la noche hasta el siguiente día. (A este asunto también se aludió en el capítulo de las Pruebas)
(26) Llevarás a la casa de Yavé, tu Dios, las primicias de los frutos de tu suelo. No cocerás un cabrito en la leche de su madre”.
Lógicamente, la primera parte de este último versículo, lo de las primicias de los frutos, es una incrustación levítica, colocada estratégicamente, antes del legítimo precepto que prohibe comer carne lechal.

Hasta aquí, con algunos ajustes obligados por las ineludibles interferencias sacerdotales, hemos leído los versículos que yo atribuyo a Moisés. Y, aunque determinados preceptos no lo parezcan, yo los admito como auténticos de Yavé, o al menos, consentidos por él.
A continuación, encontraremos todo lo que posteriormente, y después de soltarse la coleta, fueron añadiendo los sacerdotes levitas.
(11) ...yo arrojaré de ante ti al amorreo, al cananeo, al jeteo, al fereceo, al jeveo y al jebuseo. Ya están dando leña.
(19) Todo primogénito es mío. Y todo primogénito macho de los bueyes y de las ovejas, mío es. Lo tuyo es mío, y lo que no sea tuyo también es mío. ¿Te va quedando claro?
(20) El primogénito del asno lo redimirás con una oveja, y si no redimes a precio, le desnucarás. Redimirás al primogénito de tus hijos, y no te presentarás ante mí con las manos vacías. Lo de desnucar un borrico tiene su particular salvajismo; y eso de las manos vacías, era imperdonable; como te presentases ante ellos sin la generosa donación, estabas listo.
(23) Tres veces al año se prosternarán ante el Señor, Yavé, Dios de Israel, todos los varones;
(24) pues yo arrojaré de ante ti a las gentes y dilataré tus fronteras, y nadie insidiará tu tierra mientras subas para presentarte ante Yavé, tu Dios, tres veces al año.
Estos versículos 23 y 24 nos hablan del gran interés y preocupación que los sacerdotes han demostrado en todos los tiempos por las fiestas. Ellos sabían que la gente siempre gusta de un día de fiesta, pero sobre todo sabían, que esos días, bien organizados y como “fiestas de guardar”, les resultarían muy rentables.
(27) Yavé dijo a Moisés: “ Escribe estas palabras, según las cuales hago alianza contigo y con Israel”.
Este versículo veintisiete, que con toda seguridad es una orden de Yavé, fue modificado en su orden de colocación e incluido en este lugar, para dar validez a los anteriores versículos que son añadidos sacerdotales. Por lo tanto, supone una orden de Yavé desplazada al conjunto de los versos levitas. Cuando en el inicio del capítulo dedicado al Arca hablemos de las trampitas sacerdotales, se intentará facilitar una explicación.
(28) Estuvo Moisés allí cuarenta días y cuarenta noches, sin comer y sin beber, y escribió Yavé en las tablas los diez Mandamientos de la Ley.
Este versículo veintiocho es también, y sin la menor duda, un añadido de los sacerdotes. Y afirmo que supone una aportación levítica, porque si admitimos que ni Yavé ni Moisés mentían, y por otra parte, entendemos que aquí se dice que el profeta estuvo cuarenta días y cuarenta noches sin comer y sin beber, tendremos que reconocer que algo no encaja, en otras palabras, que algo no está como Dios manda. Ni Moisés anduvo haciendo dieta por la cima de la montaña, ni Yavé escribió en las tablas los diez mandamientos de la ley. Y si la primera afirmación de ese versículo es muy poco cierta, la segunda, además de ser muy poco cierta, es bastante mentira. Los diez mandatos, esos diez mandamientos que todos conocemos, no estaban reflejados en las Tablas del Testimonio.

Más de uno de los lectores, ya habrán advertido las intenciones y evidentes pretensiones de los sacerdotes. Pero, a pesar de que a nadie pueda sorprender el comportamiento de algunos de los asociados a ese gremio, me he visto obligado a incluir aquí todo ese articulado para dar cobertura a esta única reflexión:
De entre todos los lectores, muy pocos, muy pocos, muy pocos, podrán tragarse que Yavé, en su pacto con los hombres, introdujo una cláusula en la que daba a elegir entre estas dos opciones: 

O entregas una oveja a los sacerdotes, o tienes que desnucar a un borrico. 

Casi con estas mismas palabras consta esa sorprendente “cláusula del pacto” en Éx. 34, 20. Y, se podrán realizar mucha interpretaciones, pero al final, al final, siempre quedará una: O pagas el precio estipulado o matas al burro.

Y para terminar este título referido a las leyes y preceptos  incorporados a la Alianza,  deseo  resaltar los dos versículos transcritos de Éxodo 34 (el 27 y 28), en los que encontraremos una información determinante:
          Yavé ordenó a Moisés que escribiese “algo”.
          Yavé, por su parte, también escribió “algo”.



Aquí, bajo los tres títulos siguientes, se va a tratar sobre un suceso sumamente importante.
Yavé ha ordenado a su ministro portavoz, que proponga un pacto a los hijos de Israel. Moisés cumple con el mandato y transmite al pueblo las palabras del Señor de la Gloria. Aquellas gentes, que unos cincuenta días antes han visto la exhibición de poder que ha hecho Yavé en el mar Rojo, no dudan en contestar a Moisés: “Nosotros haremos todo cuanto ha dicho Yavé”, o lo que es lo mismo: reconocemos a Yavé como único Señor.

Una vez que la Alianza ha sido aceptada, Yavé, que desea potenciar al máximo el prestigio y la autoridad de Moisés ante el pueblo, dice al profeta en Éx. 19, 9: “Yo vendré a ti en densa nube, para que vea el pueblo que yo hablo contigo”. (Voy a dar pruebas de mi existencia y mi poder)
A continuación le comunica, que tres días después —o sea, pasado mañana—, se presentará y se mostrará ante todo el pueblo.
Como se puede apreciar, Yavé lo tiene todo organizado; y como prueba de ello, y para no que exista sorpresa, confusión o precipitación, no se presenta en ese instante, sino que facilita la fecha del acontecimiento. Otra prueba evidente de las ausencias de Yavé.
Y es entonces, es en ese momento, cuando Yavé pronuncia unas palabras y transmite a Moisés unas órdenes, que al menos para mí, resultan realmente reveladoras, y por supuesto, muy elocuentes:
Además de disponer “Que se santifiquen, que laven sus vestidos”, Yavé da instrucciones muy precisas y concretas respecto a la distancia a la que debe mantenerse el pueblo, que ni siquiera debe tocar la base de la montaña; que el castigo para el trasgresor será la pena de muerte ––una condena, que por cierto, y esto también es muy significativo, no será ejecutada por Yavé, sino que, en el caso de existir alguna infracción, serán los mismos hebreos quienes deben hacerse cargo de la sentencia, pero, y también ésta es otra disposición muy llamativa, sin tocarle con las manos, puesto que será asaeteado o apedreado––. (Éx. 19, 12-13)

A nuestros queridos sacerdotes, todas estas disposiciones del Señor de los Cielos les parecen de lo más normal, pero yo no tengo más remedio que preguntarme: ¿para qué todo esto? Y además, la duda, la perplejidad, el interrogante, se repite hasta seis veces: ¿por qué deben lavarse?, ¿por qué el pueblo no puede aproximarse a su dios?, ¿por qué no pueden ni siquiera acercarse a la montaña?, ¿por qué el castigo es la muerte?, ¿por qué serán los verdugos los propios hebreos?; y para finalizar, ¿por qué no se puede poner la mano sobre el condenado? (Éx. 19, 10-13)

Aquí, en este momento, y para ir metiéndonos en ambiente, solamente voy a referirme a la primera cuestión, pero créanme, todas tendrán respuesta en el capítulo siguiente.



Para recomendar, e incluso para ordenar que la gente se lave, no parece necesario buscar muchas excusas y justificaciones. No obstante, deberíamos tener en cuenta que ese pueblo, que por supuesto debía de apestar, y que con toda seguridad era portador de millones de gérmenes y bacterias, permanece desde hace dos meses en un desierto donde convive rodeado de ganados, y donde, como todos sabemos, hasta el agua para beber es muy escasa y está racionada. Y si consideramos además, que deben de mantenerse a una respetable distancia de Yavé, el asunto no deja de presentar un punto de incógnita. Incógnita que se hace mayor por la severidad con la que se castigará a quien se aproxime a Yavé; para ser más exactos, para quien se acerque a la montaña sobre la que está Yavé. Y reparemos que en la prohibición quedan incluidos los animales: ...hombre o bestia, dice Éx. 19, 13.

Esta actitud de Yavé, la he calificado como elocuente y reveladora, y así es. Todos hemos visto a guías religiosos, predicadores, líderes civiles, y no digamos ya políticos en campaña, rodeados de muchedumbres con una higiene, que en ocasiones, podíamos calificar como sospechosa. Incluso, por relatos y piadosas narraciones, sabemos de venerables elegidos, que no dudaron en mezclarse con las masas humanas menos aseadas. Sin embargo, Yavé no desea ni consiente la menor aproximación. Es más, unos versículos después, y en ese mismo capítulo, insiste a Moisés para que nadie se acerque a él, y ante la respuesta de su profeta que le asegura que nadie tiene la menor intención de desobedecer las ordenes, Yavé vuelve a reiterar su mandato y le dice: “...baja... que los sacerdotes y el pueblo no traspasen los términos para acercarse a Yavé, no los hiera.” Moisés bajó y se lo dijo al pueblo. (Éx. 19, 21-25)

Posiblemente, esa actitud de un dios que habilita todos los medios a su alcance para evitar que sus fieles y creyentes se aproximen a él, pueda ser calificada, al menos, como sorprendente. Y en buena lógica, un comportamiento así, esa inexplicable postura por parte de un padre bondadoso que se presenta ante sus hijos, pero que no permite que se le acerquen, no podía ser pasada por alto por los ungidos que debieron utilizarlo para ratificar su dogma de la imposibilidad de comprender a Dios.

Pero aceptando la evidencia de que Yavé no desea que el pueblo se aproxime a él, ese sorprendente proceder tiene su completa justificación, y en breve se explicará el motivo. De momento lo dejamos ahí.



Y por fin llegamos a la apoteosis.
En este mismo asombroso capítulo diecinueve del Éxodo, en los versículos comprendidos entre el dieciséis y el veinte, nos encontramos con el suceso más importante y trascendental de todos los que han ocurrido a los hombres desde que pisamos este planeta. Y ese momento, aunque algunos ,por puro interés partidista, prefieran asegurar que hay otros eventos más decisivos, es el punto culminante para la humanidad.

La crónica del supremo acontecimiento quedó reflejada en tan sólo cinco versículos. Según Éx. 19, 16-20, sucedió así:
(16) Al tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos, y una densa nube sobre la montaña, y un muy fuerte sonido de trompetas, y el pueblo temblaba en el campamento.
(17) Moisés hizo salir de él al pueblo para ir al encuentro de Dios, y se quedaron al pie de la montaña. (18) Todo el Sinaí humeaba, pues había descendido Yavé en medio de fuego, y subía el humo, como el humo de un horno, y todo el pueblo temblaba. (19) El sonido de la trompeta se hacía cada vez mas fuerte. Moisés hablaba, y Yavé le respondía mediante el trueno. (20) Descendió Yavé sobre la montaña del Sinaí, sobre la cumbre de la montaña, y llamó a Moisés a la cumbre y Moisés subió a ella.

Escueto y sencillo. Pocas, muy pocas palabras para relatar un suceso de tan enorme magnitud. Se presenta ante los hombres el más extraordinario ser viviente procedente de otros mundos, y sólo se le dedican unas pocas líneas. Simplemente, se redacta una gacetilla, una escueta esquela, que en nuestros tiempos quedaría cicatera hasta para reseñar la visita y presentación de credenciales del embajador de un minúsculo país. Es verdad que la importancia de un suceso no depende de la extensión de la crónica, pero también es muy cierto, y por ello indignante, y ¿por qué no decirlo?, incluso resulta repugnante, que esos mismos redactores del libro del Éxodo, que sólo conceden cinco versículos a la presentación de Yavé en la montaña del Sinaí, se extiendan cinco veces más, o sea, veinticinco versículos, para redactar el reglamento de las meriendas sacerdotales. Quien no lo crea, puede comprobarlo en Éx. 29 versículos: 2, 3, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 31, 32, 33, y 34. Obsérvese y compárese su extensión. Nadie les niega el derecho a procurarse la subsistencia, pero demos a cada cosa su importancia; y al menos para mí, tiene mucho más trascendencia la presentación de Yavé ante los hombres, que el piadoso y sacrificado papeo de los levitas.

Con todo lo que antecede, he pretendido afirmar, que la compasiva esclavitud, las palizas a los siervos, las cornadas entre bueyes, el desnucado de borricos y las meriendas sacerdotales, podrán ser cuestiones muy importantes para los sabios sacerdotes levitas, pero en mi intolerante opinión, son menos importantes que el acto de presentación de Yavé; y que son cuestiones, que no constituyen cláusulas del pacto, y que si me apuran, ni tan siquiera deberían estar incluidas en las Escrituras.
Y quiero añadir en contra de esa remilgada y delicada expresión de tolerancia cero, que la intolerancia debe ser intolerancia, de la misma manera que el odio no es amor cero; ni la oscuridad es luz cero. 

Descendió Yavé sobre la montaña del Sinaí,… (Éx. 19, 20).
Eso es lo realmente importante. Yavé se ha presentado ante los hombres. Y a esto hay que añadir algo que no resulta de escasa consideración:
El modo de hacerlo, la puesta en escena.

Yavé no se “aparece” a unos reyes, príncipes, sumos sacerdotes, políticos profesionales o sabihondos tertulianos; ni siquiera se ha mostrado ante un pequeño y selecto grupito de almas elegidas, seleccionadas y merecedoras de tal honor; y por supuesto, no se aparece ante unos inocentes niños, ni ante un alma pura, arrebatada y contemplativa. No, no ocurre así. Yavé se presenta, como debe presentarse quien pretenda dar una prueba, quien desee dejar un verdadero testimonio. Se muestra ante miles y miles de hombres, de mujeres y de niños; ante todo un humilde pueblo de pastores, agricultores, artesanos, escribas y mercaderes; ante un numerosísimo grupo humano de fervorosos creyentes; de incrédulos ateos y de fanáticos adoradores de una gran diversidad de ídolos; ante una agrupación, muy poco homogénea, de gente que se amaba y que se odiaba. Todos ellos en conjunto y cada uno de ellos en su individualidad como seres humanos, fueron testigos de la presencia, de la imponente e impresionante presentación de Yavé ante los hombres.

Y aquel inmenso gentío, tal y como consta en el versículo 18 “…y todo el pueblo temblaba…”, se pega un susto de alivio. Y no es para menos.

De esta forma, con la formidable exhibición del Señor de los Cielos en la montaña del Sinaí, los hombres pactaron una Alianza con el ser viviente más poderoso y fascinante de cuantos han pisado nuestro mundo.

Yavé se presenta con toda la magnificencia de su poder; habla al hombre libre y le propone un pacto con estas cuatro cláusulas:

Primera. Yo soy tu único Dios (No hay más dios que yo).
Segunda. No hagas imágenes (Queda prohibida la adoración y el culto).
Tercera. Guarda estas tablas de piedra, que son el documento testimonio de mi presencia entre vosotros. Es nuestro mensaje para el hombre del futuro.
Cuarta. Si cumples el pacto, yo por mi parte, te ayudaré.

Ésta fue la Alianza que propuso Yavé; ésta es la Alianza que aceptaron los hombres; ésta es la Alianza que debía mantenerse por mil generaciones.
Al margen de ese pacto, Yavé consiente en algunos artículos de una ley muy útil para un pueblo nómada.
Claro que, como era lógico, como cabía esperar, y como cualquiera podía suponer, los hombres nos apresuramos a incumplir nuestra parte del pacto:
Poco después de la partida de Yavé, lo primero que hicimos fue perder o destruir el Testimonio; seguidamente, casi con precipitación, construimos templos e hicimos imágenes; y, a continuación, nos postramos adorantes ante una multitud de dioses, a quienes suplicamos temerosos y confiados que nos cuiden, protejan y defiendan.
Y esos dioses, por supuesto, nos cuidan, nos protegen y nos ayudan en todo.
¿O no?
Pues claro que sí, ¿quién lo duda? Todo el mundo reconoce sin el menor titubeo, que hemos sido escuchados por esos dioses. Y nosotros, como muestra de gratitud, obedecemos sumisos a unas divinidades que han erradicado de nuestro mundo ––del primero, del segundo y del tercero––, el hambre, la enfermedad y la injusticia. Son unas divinas divinidades que, con su omnipotente poder, han proporcionado y facilitado el amor, la comprensión y el respeto entre todos los seres humanos.
¿O no?
Todo esto que acabo de enunciar como gloriosas aportaciones de los dioses, si no fuesen unas dolorosas y crueles mentiras, tal vez hubieran sido unas ansiadas verdades. Claro, que siempre se puede alegar, que los dioses se mantienen en un discreto segundo plano, y que somos los hombres quienes tenemos que erradicar el hambre, la enfermedad y la injusticia. Pero eso sí, cuando con enorme esfuerzo, con absoluta dedicación, privándonos de todo, viviendo sólo para llegar a esa meta, conseguimos un mínimo logro, entonces deberemos proclamar que ha sido gracias a Dios.
¿O no?
De cualquier manera, y en contra de lo que puedan asegurar y prometer los sabios y piadosos sacerdotes cuando se les llena la boca de perdón, redención y salvación eterna, el insensato comportamiento del que hicimos alarde poco después de la ausencia de Yavé, nos obliga a pagar un alto precio. Puesto que nosotros rompimos el pacto libremente aceptado, Yavé por su parte, con todo derecho, y cumpliendo su promesa, nos ha borrado de su libro.

No obstante, tal vez Yavé esté aguardado nuestra señal. Una señal, una contraseña que, posiblemente dejó bien detallada en el Testimonio que nos entregó en el Sinaí.


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ÉXODO 3-14